En las primeras décadas del siglo XX, vivió y ejerció en España, un médico célebre por su ejercicio profesional y también por su pensamiento filosófico y su pluma. Se llamaba y lo llamaban Don Gregorio Marañón.
Nuestro insigne personaje, una vez escribió recomendado a sus colegas: «Leer y releer la historia de la Medicina es indispensable al médico para no perder la cabeza, para no engreírse pensando que ha tenido la suerte de vivir en una época definitiva de la ciencia, para acoger con prudencia los nuevos avances, para no dejarse llevar de la última palabra de la moda, convirtiéndose en lo peor que le puede suceder a un médico, que es ser médico de eslogan«. Y ya les había pedido antes: «Ningún médico debe dejar de tener su libro de Historia de la Medicina entre los que lee con frecuencia, entre los libros de cabecera. ¡Cuántas cosas recién inventadas verá con claridad a la luz de las viejas, de las que parecían enterradas! ¡Qué eficaz preservativo y antídoto si se siente amenazado del frecuente contagio de la pedantería! Mas el médico de empuje, el que aspira a contribuir a la obra creadora de la Medicina, debe, desde luego, no ya leer un manual, sino estudiar la historia y tratar de ayudar a su conocimiento. Nada serena el ánimo y aclara las dificultades de la investigación médica como el estudio de lo que fue».
Pues bien, ¿por qué menciono esto? Al abrir los pénsum de las escuelas de medicina de nuestro medio, sorprenden dos cosas: no hay investigaciones y menos recopilaciones de acontecimientos científicos y experimentales realizados en nuestra tierra y con nuestros pacientes y en segundo lugar no existe una cátedra de historia de la medicina, de la historia de esos hombres que forjaron nombre aquí y en el extranjero y tampoco de su valioso aporte a la medicina nacional e internacional. De sus aportes como científicos, docentes y clínicos y de su relación con sus enfermos. Pareciera que el ejercicio de la medicina en nuestro medio, no es más que una transferencia de ciencia y tecnología de otras latitudes y de otros medios sociales, a nuestro terruño.
De tal manera que no es de extrañar la calificación de pobre y deficiente dada a la relación profesional de salud, enfermo y enfermedad, por enfermos y grupos sociales, a quienes una determinada situación aflictiva de su vida, la enfermedad ha trocado en menesterosos, y que les ha llevado a exponerse a otro hombre, el médico, el salubrista, los profesionales de la salud, capaz de prestarles ayuda técnica.
Los grandes momentos del encuentro profesional de salud-individuo y comunidad, se pueden agrupar en dos. En un primer acto, en el encuentro profesional con el enfermo o la enfermedad, el profesional pone su deber practicando una exploración cuidadosa y metódica ya sea (clínico) indagando sobre el estado físico, mental y emocional del paciente, o bien, si es por la enfermedad (salubrista), indagando sobre su origen, sus determinantes, magnitud y comportamiento, formulándose en el caso del enfermo un diagnóstico preciso de la afección que éste padece y en el caso de la indagación de una enfermedad, un diagnóstico sobre sus orígenes, aparecimiento, comportamiento y daños y luego en ambos casos, pasando a la prescripción oportuna y a los procesos de rehabilitación. En todo este proceso, estamos hablando de un hacer técnico correcto y adecuado; sobre lo que procede hacer como decían los antiguos “secundum aitem”. Esto es, en cualquier caso, ante lo que se ve, indaga y corrige, actuando como mandan los protocolos y libros al respecto, que son los que guían la conducta técnica del profesional. En todo caso, el enfermo y la comunidad expuesta y padeciente de una enfermedad, se topan, con individuos según el dicho típico, que: «hablan como un libro».
Volviendo con las enseñanzas de nuestro sabio doctor Marañón, este decía a sus alumnos y colegas “el médico –en nuestro caso el profesional de salud- debe ser libro que habla como un hombre«. Esta frase, en resumen, nos dice que toda posible técnica pura, sólo llega a cobrar su sentido cabal y a humanizarse plenamente, por obra de los fines humanos a que sirve. Este es un requisito formativo, que está faltando urgentemente dentro de nuestras escuelas formadoras de profesionales.
La técnica pura, el mero «saber hacer» una cosa, es siempre faena que cojea de una pata y el fundamento de la queja común del paciente que acude a los servicios públicos y privados. Ese poner el saber hacer de forma solitaria, ha convertido la formación del profesional de salud y sus instituciones, en personal técnico mejor y con frecuencia, gentes manuales y asalariadas, ejecutantes exentos de preocupación creadora y mucho comercializada.
Creo que en estos tiempos, marcados por una reproducción social y una oferta de modos de vida enfocados a un individualismo recalcitrante, han dado paso a un movimiento que fija la relación entre el médico y el enfermo; entre el salubrista y los grupos sociales y comunidades, en intereses de lo más contradictorios, que moldean un comportamiento chocante y parcial, muy lejano a lo que mencionaba Marañón; muy alejado de un ejercicio profesional motivado e inspirado por el amor de misericordia y el entusiasmo por resolver a un hombre o a una sociedad que sufre y padece limitaciones físicas, emocionales y mentales y también alejado de la pasión por el conocimiento y el gobierno de la naturaleza, a fin de usarlos como instrumentos resolutivos.
Esas dotes demandadas al ejercicio profesional, en la actualidad es raro verlas conjugadas en el mismo profesional y ello en parte a que otros contrarios actúan y corroen muchas veces las almas profesionales que se entronizan en estos desde el primer día que pisan las aulas universitarias. Hablo de la sed de lucro y de prestigio social, que muchas veces se acompaña de cierta seducción de poder que en parte se satisface sobre la persona del enfermo o la comunidad, según sea el caso. En tal sentido la justificación esgrimida por muchos médicos ante su conducta de lucha entre esos dos estados interiores contrarios, es casi un universal “me quemé las pestañas para estar mejor” y eso significa muchas veces una justificación al lucro y prestigio social y una visión de lo que es el ejercicio profesional, como medio, no como fin.
¿Qué nos dice Marañón sobre lo señalado? Nos presenta dos situaciones de problemas actuales. Nos dice que el fundamento de la relación médico enfermo se ha trasformado en un profesionalismo que cae en un dogmatismo –que a mi entender se forma desde antes de entrar a la universidad- una práctica con intencionalidad deformante del ejercicio profesional y una teoría cargada de cientificismo, que se adquiere en la formación universitaria. Esta mala concepción puede ser la base del apetito de lucro del médico y sobre ello es enfático al decir que: “Un intento deliberado, de convertir en lucrativa, en fuente de riqueza, una profesión que, aunque legítimamente remunerada, debe tener siempre sobre su escudo el penacho del altruismo”. Y termina diciendo que: “El médico ha de vivir de su profesión…; pero… lo esencial es que no haga nada, jamás, pensando en el dinero que lo que hace le puede valer«. Un sentido a la Práctica profesional de tal tipo concluye “es, antes que una práctica inmoral, un mal ejercicio profesional”.
También advierte sobre el otro lado de la moneda que agita negativamente a algunos profesionales de la salud: la pura pasión de conocer y gobernar la naturaleza. La coloca como un pensar erróneo de que la Medicina es una ciencia exacta y actuar en consecuencia frente al enfermo o la comunidad, obsesionado de ello llegando ese médico a “pretender ser un ingeniero del cuerpo” y eso según Marañón, es incurrir en el vicio del cientificismo. Otro sabio como Mariano Artigas decía al respecto: «Si un científico utiliza su ciencia arbitrariamente en función de sus preferencias ideológicas, además de faltar a la honradez, es responsable de engañar a su público en temas que tienen una notable importancia vital”.
Marañón concluye sus enseñanzas al respecto, diciéndonos: “el verdadero fundamento de la relación entre el médico y el enfermo -que bien puede extrapolarse al salubrista- es y por lo tanto, de un orden ético, debe ser el amor de misericordia del médico al hombre de carne y hueso a quien el menester y el dolor han puesto en el trance de pedir ayuda técnica. Y añade: «Ser, en verdad, un gran médico, es algo más que el triunfo profesional y social; es… el amor invariable al que sufre y la generosidad en la prestación de la ciencia, que han de brotar, en cada minuto, sin esfuerzo, naturalmente, como de un manantial”.
Creo que un nuevo paradigma médico salubrista de relación profesional de salud individuo y comunidad, debe ser eje central de la reforma de salud que se plantee.