Por: Franco L. Farías Valero
Director del Movimiento Libertario de Guatemala y Coordinador local de Students For Liberty.
Quizás, omitiendo la honrosa excepción de los padres (y esto no es así, ni siquiera, en todos los casos), podríamos decir que nos molesta cuando un tercero nos dice de qué manera vivir nuestra vida. Probablemente, el desagrado generado por estas acusaciones sea exponencial según lo lejana que sea la persona en cuestión a nosotros. Por ejemplo, si un buen amigo nos dice que debemos reencausar nuestra vida, lo escuchamos y valoramos su consejo, pues sabemos que nos aprecia y lo dice porque ha visto nuestro declive humano, en pocas palabras, conoce nuestro contexto. Luego, si un desconocido nos para en la calle y nos dice exactamente lo mismo, nos enfadamos y, quizás, los más pasionales, respondan con un notorio tono irritado.
Lo que nos parece tan natural para las personas de a pie, se nos hace mucho más difícil de comprender cuando se trata de los políticos. Si un desconocido en la calle me dice que no debería comer shucos nunca más, podría empezar por preguntar quién es él y con qué autoridad me ordena tal cosa. Luego, si un esperpento del Congreso me dice exactamente lo mismo y, además de eso, promulga un nuevo impuesto de 80% a los shucos, hay quienes se muestran agradecidos y señalan que es el primer paso hacia una vida más digna.
Una de las artimañas favoritas de estos personajes es intentar justificar toda clase de injusticias, arbitrariedades y, en general, actos corruptos en nombre de conceptos abstractos como la dignidad y la igualdad. Hoy reflexionaremos sobre la primera. ¿Puede realmente un político saber qué es «una vida digna para el pueblo»?
Explicaremos a continuación por qué este postulado no es más que un sofisma de alguien que se considera intelectualmente superior al resto y que, basándose en ello, pretende tener la autoridad de utilizar el mal para hacer el bien (lo cual es un oxímoron o contradicción en los términos).
En primer lugar, es imposible conocer qué significa «vida digna» para un grupo tan diverso y heterogéneo como «el pueblo». Este pueblo no solo está compuesto por diversas etnias, culturas y geografías , sino que, lo que es aún más importante, está formado por individuos con sus propias ideas, sueños y aspiraciones. Es evidente que la noción de una «vida digna» variará entre los ciudadanos de Livingston y los de Cobán, entre los del Quiché y los de Chiquimula, ya que estas regiones del país tienen diferentes condiciones climáticas, culturales y demográficas. Lo que debemos también comprender es que incluso si viven en la misma región, incluso si son vecinos, la noción de vida digna es radicalmente distinta para cada persona.
Dado que el valor de las cosas no está en las cosas, sino en la utilidad que nosotros le atribuimos como medios para cumplir nuestros fines (que serían los que nos llevarían a la tan anhelada vida digna), un vaso de agua no vale por sí mismo, sino que adquiere un valor en función de las necesidades que las personas creemos que puede suplirnos o ayudarnos a suplir (por ejemplo, refrescarnos, lavarnos las manos, regar nuestras plantas, etc.). Es natural que, incluso suponiendo que todas las personas buscan un objetivo común, digamos, la felicidad, cada uno lo buscaría y, consecuentemente, lo alcanzaría de distinta manera, por tanto, usaría distintos medios, es decir, diferentes bienes y servicios.
Vemos entonces que resulta imposible para los políticos garantizar la dignidad mediante leyes, un bono o con cualquier medida coactiva. Sin embargo, hay una cosa que pueden hacer…
Podrían preguntarle a una persona en particular qué necesita para alcanzar su vida digna y brindárselo. No sorprende a nadie que, en su mayoría, los políticos se hagan esta pregunta a sí mismos y a sus amigos.
Cuando los políticos se garantizan una vida digna para ellos y los suyos, lo que hacen es alejar al pueblo (las personas particulares que lo componen) de su vida digna. A menos que a parte de políticos sean filántropos, lo que están haciendo es quitarles a unos la posibilidad de conseguir sus sueños y aspiraciones, para garantizar los sueños y aspiraciones de otros.
Cuando los políticos establecen que ciertos parámetros definen la línea entre una vida digna e indigna, están realmente diciendo que ellos, mejor que usted, saben lo que usted quiere y lo que no; por lo que van a entregarle una serie de cosas que usted no sabía que quería (pero ellos sí). Por supuesto, también le van a quitar una serie de cosas que usted cree que quiere, pero ellos, «con su infinita sabiduría», saben que usted realmente no quiere (podemos ver este fenómeno cuando le sustraen dinero mediante impuestos y se lo devuelven con los servicios públicos «como las limpias y ordenadas calles, y la incorruptible policía»).
Si el objetivo del Estado es garantizar el Bien Común ¿dónde se encuentra lo «común» en este bien que persiguen los políticos con sus pretensiones falsas de dignidad? La dignidad es una percepción individual y varia de una persona a otra. No es estandarizable sin pasar por encima de unos y, por sobre todo, si lo que se busca es garantizar la felicidad de unos, saqueando con impuestos y regulando excesivamente la vida de otros, se pasa de ser un promotor del Bien Común a convertirse en un tirano.