Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

No es lo mismo ser escritor en Francia o los Estados Unidos que en Guatemala. Los rasgos propios de cada país marcan esta vocación y la definen. Es decir, cuando ésta es realizada con verdadera conciencia y emerge –precisamente- no sólo como una necesidad y urgencia interior e íntima, sino –también- como respuesta al medio o sociedad en que la vida humana se da.

Los escritores de Europa (pese a la convulsión social y guerras que en todas las áreas del mundo se experimentan) pueden entregarse (con menos rubor que nosotros) a una creación -a veces tan subjetiva, tan imaginativa y fantasiosa- que cuesta creer que realmente establecen alguna suerte de comunicación con sus lectores. Rompen constantemente las tradiciones poéticas, estéticas y retóricas en aras de una expresión artística más rica, de un arte más arte, de una obra que incluso espera realizar y encontrarse con un lenguaje más propio de la literatura, es decir, del inconsciente, de la intuición, de la fantasía. No ocurre igual en América Latina.

Un escritor de nuestro país –en virtud del contacto acelerado y activo que establecen las comunicaciones contemporáneas- a veces quisiera vivir por entero su vocación al estilo europeo. O como se decía durante el Renacimiento “al itálico modo”, cuando Italia ejercía su rectoría estética sobre Europa.

La lectura de “Ulises” de Joyce, de “A la búsqueda del tiempo perdido” de Proust –o con menos antigüedad- de Beckett de Sarraute, de Gombrowicz o de Bolaño nos lleva al deseo de seguir sus pasos, de ser sus epígonos, de ser como ellos, porque íntimamente, subjetivamente, emocionalmente podemos seguirlos, puesto que todos los artistas y escritores tenemos un mundo interior semejante al de ellos, capaz de ser traducido o convertido en obras literarias rastreadores de verdades y experiencias del yo ante su mismidad.

Porque esta es la posición del literato europeo actual, de algunos estadounidenses como Saul Below y también de significados latinoamericanos como Jorge Luis Borges en un pasado recientísimo. ¿Y quién no quisiera ser y vivir el arte de esa manera? No sólo en cuanto a calidad ¡no!, no me refiero a ello única y especialmente. Porque sé que eso es –en buena parte- un don del ADN. Sino ser como ellos en cuanto a la dedicación exclusiva, por ejemplo, de una creación de ficción y dentro de ésta a buscar campos, experiencias y vías cada vez más cercanas al punto donde la dimensión estética y la creación artística tienen su nacimiento y génesis: la imaginación, la fantasía, el inconsciente. Por lo menos a nivel formal. Porque lo que es innegable es que de esta capacidad y fuente mental es de donde se deriva y emerge la forma artística. Y entre más cercanos y fieles seamos a su dimensión, más estética (que no necesariamente bella) más artística será nuestra creación.

Pero para hacer un arte de esta impronta -y no caer en la extravagancia por buscar la originalidad- deberemos estar envueltos en una circunstancia similar a la de los artistas y escritores europeos más sobresalientes. Intentar con total entrega seguirlos –en Guatemala- casi parecería una suerte de esquizofrenia o paranoia literaria.

Esto no quiere decir que esté propugnando la creación –exclusiva- de una obra –nada más- de compromiso (político) o de crítica y cuestionamiento social al burgués. No. De ninguna manera. Pero para gloria de los antiguos griegos que no se dejaron vencer ni por su superego (moral y legal) ni por su Id o pulsiones emocionales habría que buscar “el justo medio” aristotélico, donde el escritor guatemalteco pudiese hacer germinar la palabra cual espada ¡para señalar!, y como cincel del medio social en que le toca vivir. Y, asimismo, la palabra como palabra en sí: como objeto estético y de la Estética.

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