Un paisaje de Soria –frío, distante y austero- una tarde que cae, un sol de hielo. Huertas, olivares y –en el confín- el Duero.
Caminos blancos, antiguos, castellanos. Un patio de Sevilla, un pedregal inhóspito. Ese es Machado:
(…) “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla/ y un huerto claro donde madura el limonero;/ mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;/ mi historia, algunos casos que recordar no quiero”.
(…) “Adoro la hermosura, y en la moderna estética/ corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;/ mas no amo los afeites de la actual cosmética,/ ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar”.
(…) “¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera/ mi verso como deja el capitán su espada/ famosa por la mano viril que la blandiera/ no por el docto oficio del forjador preciada”.
“Converso con el hombre que siempre va conmigo –quien habla solo espera hablar a Dios un día-/ mi soliloquio es plática con un buen amigo/ que me enseñó el secreto de la filantropía”.
(…) “Y cuando llegue el día del último viaje,/ y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,/ me encontraréis a bordo ligero de equipaje,/ casi desnudo, como los hijos de la mar”.
El paisaje se adentra en el poeta. Es el poeta mismo. Sueña caminos de la tarde, no los mira. Su conciencia es el mundo, en ella brota el limonero sevillano, la jara, la salvia y el espliego. No es afuera donde el aroma del tomillo y el romero perfuman el cortijo. Todo germina adentro del poeta y sale afuera. Él no imita ni el correr ni el sonar del Guadiana, son los montes y los ríos los que nacen de su pecho vital y, no obstante, profundamente gris, intensamente melancólico.
Nació una noche de julio de 1875 allá en Sevilla. Muchos años ya: más de un centenario. Profesor de francés. Profesor de instituto. Soria fue su alegría más grande y su más grande dolor: “Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería. Oye otra vez Dios mío mi corazón clamar. Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía. Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar”.
Muerta su mujer en plena juventud, Antonio Machado convierte su existencia en un erial más umbroso, siempre “ligero de equipaje” -para partir en cualquier momento- entre plomizos cerros, resecos encinares, ramajes yertos. Como los dejó cuando los álamos del río eran claros, eran verdes, eran vida.
Va a Francia para olvidar a Soria. En su mano siempre la mano de Leonor ya muerta. No parece muy creyente en su poesía, pero acaso tiene la esperanza de encontrar a su mujer un día como Beatriz que espera eternamente a Dante. Mientras, se hunde en una soledad discreta, no da voces, no grita, no se lamenta sino calladamente en sus poemas -que son gemido cadencioso, rítmica lágrima, melancólico fluir- que, sin cenizas, quema.
No hay un poeta en España, ni en español, tan triste tan luctuoso, tan perfecto en el dolor (que acendra en la viudez, que incinera lentamente) en la soledad que es camino blanco, paisaje lastimero.
Como las jaras del camino, entre las duras piedras, pasó su vida sin grandes premios ni ovaciones largas. Juan Ramón o don Jacinto –y hasta Echegaray- recibieron el lauro de Estocolmo. Mientras Machado –como Vallejo- recibían el aguacero de París cuando marchaban –con ignorado esplendor- en silente timidez. Sólo el porvenir coronaría sus huesos y les daría un sacratísimo lugar en la Historia.
Callado, sí, mas no cobarde. Presente en todos los trayectos del Desastre y apoyando a Lister –jefe de los Ejércitos del Ebro- cuando España se escindía y la guerra civil vomitaba un millón de muertos. “Si mi pluma valiera tu pistola de capitán, contento moriría”. España y Leonor siempre presentes en su corazón. Dos amores y dos padecimientos, dos pasiones gloriosas, dos duelos, dos puñales. Dos claros hontanares de donde brotará toda su poesía.
España y Leonor o el amor que consume lentamente, pero en cuyo arder se purifica el cuerpo hasta volverse sólo alma. Un alma buena, un alma estética, un alma verdadera.