“No se hará justicia hasta que los que no están afectados estén tan indignados como los que sí lo están”. –Benjamín Franklin
Es una verdadera lástima que la desnutrición crónica, el hambre, la falta de oportunidades, la desigualdad, la falta de educación –entre tantas otras cosas que abaten a la humanidad–, no sean contagiosas. Si lo fueran, les pondríamos la atención que cada una de ellas requiere. La COVID-19 fue capaz de llevar al mundo al unísono a buscar una vacuna, a intentar atender la crisis que la parálisis económica conllevaría, a cuidar de sus enfermos en sistemas de salud desbordados; lamentando y despidiendo a seres queridos que perdían la batalla contra un enemigo invisible que no conocía de privilegios, no distinguía entre clases sociales, razas y etnias. La horizontalidad de la pandemia nos obligó a trabajar unidos para encontrar el común denominador con el cual las sociedades fueran capaces de guardar las espadas ideológicas, ignorando las diferencias y buscando los puntos de encuentro que les permitieran enfrentar la crisis. Nadie estaba a salvo y las consecuencias las sufríamos todos. Un velo se levantó hasta en las sociedades más desarrolladas dejando en evidencia la precariedad en la que viven las mayorías. Sin embargo, la muerte nos visitó a todos sin discriminación. Solo así fuimos capaces de crear un frente unido, cuando, sin importar las diferencias que nos caracterizan, nos vimos afectados por igual.
¡Ojalá existiera una sola Guatemala! Todo sería más sencillo en un país menos vertical y con tantas perspectivas. La Guatemala del paisaje que nos gusta a todos no es verdadera. Esa Guatemala no es más que una postal: instantáneas congeladas de un pueblo con un pasado, presente y futuro que es imposible transmitir en una imagen. Este espejismo sin dueño es del que todos intentan apropiarse; cada uno con su propia historia, perspectiva e interpretación de dónde venimos, en dónde estamos y para dónde vamos. Este es un país en el que se celebran dos revoluciones a las que nos adherimos dependiendo de las herencias, de dónde nos tocó nacer y de lo que nos ha tocado vivir. Acá, la mal llamada “injerencia extranjera”, mejor conocida como cooperación internacional, promueve dictadores y después investiga genocidios. Somos el país en el que a los guerrilleros los entrenó el mismo Ejército que luego los combatió. Miguel Ángel Asturias para unos significa una cosa y para otros algo muy diferente, aunque para el mundo sea el nobel de literatura. Algunos abuelos todavía recuerdan lo que era vivir en la época de Ubico, considerándola la mejor, mientras que otros no olvidan la “primavera” guatemalteca del Dr. Juan José Arévalo Bermejo. Somos, indiscutiblemente, una nación con varias historias, con diferentes puntos de vista que nacen de diversas perspectivas que distorsionan la realidad según sean los intereses individuales. Necesitamos encontrar la fórmula que nos permita construir un solo país: una Guatemala en la que, sin importar nuestras diferencias, quepamos todos.
Hoy estamos peor que nunca: al borde del Rubicón y muy cerca del punto de no retorno. Nuestra entelerida democracia y agonizante República están en juego y somos incapaces de darnos cuenta de que esta vez perderemos todos. Las eternas luchas: ideológicas, de clases, de sectores, de etnias, etc. han sido el instrumento de quienes hoy tienen capturado el Estado. Mientras ellos avanzan, los demás han cedido al conflicto y a la polarización, enredándose en una historia de batallas inconclusas, de discordias a medias y de prejuicios forjados por quienes ya no están o que están por desaparecer. El futuro está en nuestras manos y no debemos de olvidar que la sociedad que tenemos es el resultado de la impronta de los sectores que la conforman. Para bien o para mal todos cargamos con la responsabilidad y, por ende, con sus consecuencias.
Al igual que la enfermedad COVID-19, los secuestradores del Estado atentan de manera horizontal contra los guatemaltecos. Sus fallidos intentos de perpetuarse en el poder los llevan a extremos desesperados incapaces de ignorar, hasta por los más tolerantes de los sectores de la sociedad. Los que no habían sido afectados en el pasado por la captura del Estado, empiezan a indignarse como los que han sufrido las consecuencias. Llegó la hora de que cada sector se separe del “enemigo” de la República y de nuestra democracia, para dejarlo solo y expuesto. Lo que se vive hoy es una oportunidad inédita de cambio. Los captores del Estado nos dan la posibilidad de escoger de qué lado de la historia queremos estar. Al fin se nos presenta el común denominador que tanto necesitamos para crear el país con el que soñamos: una Guatemala que no deje atrás a nadie.