No es casual, fortuito o “caído del cielo” el hecho de que a algunos nos guste más “El hombre que parecía un Caballo” –de Rafael Arévalo Martínez- que “Hombres de maíz” de Miguel Ángel Asturias. La razón de esta divergencia estética -y la respuesta a la pregunta que sirve de titular a esta columna- ha sido quebradero de cabeza, preocupación y alarma para aquellos que se dedican a la investigación de la obra de arte y literaria, esto es, a la teoría general del arte, desde mucho tiempo atrás. Porque contestar a esto es responder -de alguna manera también- a la pregunta fundamental del quehacer artístico: ¿qué es el arte? Y aquí sí topamos -o cuando menos tropezamos con un laberinto acaso irresoluble- pues muchas veces cada escuela o tendencia tiene su propia definición, en medio de un berenjenal y embrollo de “ars poéticas”.
Constantemente oímos frases como esta: Yo no pude pasar de las primera cinco páginas de “Cien años de soledad” de García Márquez, mientras que literalmente devoré “La región más transparente” o “Cambio de piel” de Carlos Fuentes. O bien, detesto la pintura de Quiroa y sin embargo me fascinan los cuadros de Efraín Recinos. ¿Por qué se escuchan juicios (si es que podemos llamarlos así) como los anteriores u opiniones más intemporales y universales como me encanta la pintura de Pollock y me desagrada la de Malévich?
Hagamos primero que nada una salvedad: hasta principios del siglo XIX –digamos aproximadamente hacia 1820 o 30- el arte era accesible a casi todas las personas que tuvieran la necesaria sensibilidad para ello. La mímesis y la catarsis habían durado veinte siglos. El arte simplemente gustaba o no –en general- aunque obviamente siempre ha habido preferencias por el pintor Fulano o por el escultor Mengano. Hasta entonces el arte fue un código descifrable, sin hermetismo ni oscuridades inescrutables o incognoscibles salvo algunos casos anunciadores como el de Goya que fue digamos profético y atípico.
El arte partía de la imitación y -entre mejor copiara fielmente las cosas, hechos y acciones de la naturaleza- más y mejor arte era. Fabricar objetos u obras que parecieran ser monstruosas era anti arte. Desde luego los movimientos inclinados al barroco (porque hay varios “barrocos”) tendían a subvertir la teoría de la mímesis o de la imitación como perfección, pero nunca se atrevieron a romper tajantemente con ella. Las tendencias racionalistas y clásicas le fueron completamente fieles y –entre más imitadoras- más clásicas y racionales.
Hasta aquel momento no hubo mayores dificultades de comprensión ni grandes polémicas sobre las virtudes entorno a la obra de este artista o de tal otro que se rigieran por la copia fiel de la realidad. Estas son dificultades que se han agudizado en nuestro tiempo, aunque hay que aceptar que ya Kant había visto claramente en su “Crítica del juicio” los problemas fundamentales y a veces tan subjetivos que se derivan del juicio estético.
A partir de las primeras décadas del siglo XIX y con la aparición y “voraginada” emergencia del romanticismo el gusto estético y la respuesta a la pregunta ¿qué es el arte?, se convirtió en algo prácticamente insoluble, en la misma medida que los artistas comenzaron a crear un arte cada vez más apartado del concepto de la mímesis o imitación. Se decantaron por un arte no realista e incluso se rebelaron a copiar a la naturaleza “en sí” y en cambio se empeñaron en sumergirse (a partir del impresionismo) dentro de los entresijos más apartados de la psicología, la metafísica o la ética. Aunque hay que admitir que el realismo fiel –y la imitación- han seguido subsistiendo sobre todo en corrientes de crítica social, que sirven incondicionalmente a fines políticos que manejan fervientemente el realismo.
A búsquedas estéticas que no fueron ya pura imitación respondieron obviamente (porque fondo y forma se corresponden) ¡formas!, cada vez más complicadas y códigos –por lo tanto- más difíciles de descifrar. Por ello es que el arte actual no se entiende ni gusta de primera intención. Porque la forma ha querido ser más importante y determinante que lo que se quiere decir. Así, la poesía vuelve a sus iniciáticos hontanares: el sonido en sí, la música, la cadencia, lo sonoro.