La mente relaciona –cuando hay hondura e imaginación– las cosas y los hechos más disímiles (aparentemente) y de este relacionar (a veces no relacionable) surgen las más brillantes y hasta hechizantes conclusiones. Las metáforas más felices son acaso (y las más profundas también) las que pueden representar el caprichoso relacionar de la mente, en ocasiones muy retorcido e imposible. Sería acaso que, inspirado en lo que digo –desde luego suponiendo algo imaginario– que Lautréamont dijo:
“Tiene diez y seis años y cuatro meses. Es bello como la retractibilidad de las aves de rapiña; o como la incertidumbre de los movimientos musculares en las llagas de las partes blandas de la región cervical posterior; o más bien como esa ratonera perpetua, armado siempre por el animal atrapado, que puede coger sólo a infinidad de roedores y funcionar hasta escondido entre la paja, ¡y sobre todo bello como el hallazgo fortuito –sobre una mesa de disección– de una máquina de coser y de un paraguas!”
La metáfora es el modo de llevar a cabo las relaciones más imposibles. Para poner en contacto el cielo, la tierra y el infierno y fundirlos en una sola cosa o en un solo ente, por ejemplo, la mujer. La lógica pone en conexión únicamente personas, objetos o cosas de suyo relacionables. La poesía engarza y conjuga –mediante la metáfora– lo que no puede ni debe ser puesto en coyuntura o mezclado: el agua y el aceite, el infierno y la gloria, Dios y Satanás.
A Lautréamont (conde de, o Isidore Ducasse) le parece que puedo ser bello poner en relación –conveniente y oportuna– a una máquina de coser con un paraguas sobre una mesa de disección. Y ello le parece que puede ser tan hermoso como el objeto amado que trata de encomiar, alabar y ponderar.
Las metáforas como la belleza se agotan, se desgastan al paso del tiempo. De allí que de época en época hay que volverlas a inventar. Cuando el concepto de algo bello –de una “belleza”– se vuelve demasiado común las metáforas que sirvieron para expresar su hermosura también se cansan y se hastían. O más bien que “cansarse” se tornan lugares comunes o sea tópicos inauditos y aburridos por repetidos y manoseados por los poetas y escritores segundones y secuaces.
Entonces los poetas inventan nuevas bellezas y nuevas metáforas. A veces con destructiva furia hacia el pasado como ocurrió con los dadaístas, los surrealistas, los estridentistas o los creacionistas (en cuyas esferas aún continuamos dando vueltas) y que abjuraron y renegaron de tal modo del concepto que en siglos anteriores se tuvo de belleza, que se vieron compelidos e imperativamente obligados a inventar un juego de relaciones lingüísticas y metafóricas tan inusitado como la belleza que querían reinventar.
Cada estilo y cada escuela nace con un emblema muy singular y propio de lo que cree que ha de ser la belleza, es decir, la perfección del arte que quieren expresar. En ello radica la dialéctica del arte, su continuo renovarse y su continuo también negarse y afirmarse para llegar a un punto superior de la escala espiritual.
Cada estilo y cada escuela hace lo suyo en esa espiral dialéctica, pero siempre y de alguna manera, negando al movimiento que antecedió al presente. Sin embargo, quienes se llevan las palmas de la negación, del ninguneo y de lo nugatorio porque intentaron borrar de manera absoluta cuanta belleza se concibió en el pesado (y por consiguiente todas las metáforas que la representaron, es decir, las formas estéticas que le dieron ser y carácter) son los dadaístas. Por ello, Lautréamont –que es su mejor embajador, mensajero y profeta– los anuncia; y anuncia la belleza que concebirán y las metáforas que parirán para asombrar al mundo, escribiendo palabras y frases malditas –como las que arriba he copiado– arrancadas de “Los cantos de Maldor”, pero que los dadaístas “clásicos” llevarán a cimas donde la palabra pierde su significado y es el sonido –como en la música– el principal emblema e ícono.