Cuentos
La Hora/Cortesía

Karla Olascoaga Dávila

Despertó y todo le pareció más nítido. Salió a respirar la brisa marina y a buscar un café en las cercanías, pero no encontró nada abierto.  Estaba  cerca al malecón Balta y mientras  caminaba, los árboles, las plantas y toda la naturaleza se movía inquieta a su paso y no sintió que hubiera brisa responsable de tal alboroto. No recordaba cómo había llegado a casa la noche anterior.  Sus recuerdos culminaban en el cruce la de la avenida Diagonal con la calle Berlín.

El  malestar de la resaca no la dejó dormir más, así que antes de  salir, bebió mucha agua, aunque no tuviera sed. Cuando el líquido llegó a su estómago la inundó una sensación indescriptible, al mismo tiempo que su cabeza sintió vacío y pesadez. No sabía si tenía  hambre o sed o ninguna de las anteriores. Algo en su cuerpo  no encajaba. Una sonrisa se dibujó tímida en su rostro pálido. Había completado su reto: había entrado a un pub sola ya entrada la noche, había pagado sus tragos, se había sentado plácida  y había disfrutado plenamente,  sin interrupciones o abordajes masculinos impertinentes.  Había bebido, vapeado, fumado, medio bailado y comido muy poco. Tal vez esa era la razón por la que  sentía esa desarmonía en el cuerpo, pensó.

La función de teatro en el auditorio municipal -su primer destino la noche anterior- fue una adaptación poco afortunada de Las brujas de Salem. Había  caminado por el malecón durante  veinte  minutos para llegar a pie al lugar. De  igual  manera, cuando la obra concluyó, salió a pie tranquila por la avenida Larco. De pronto, una melodía andina la sobrecogió. Conforme avanzaba por las amplias calles, el sonido se hacía más presente. A escasos diez metros pudo ver sentado en la acera a un joven músico. Se detuvo ante él con una sonrisa que de inmediato el artista le devolvió con dulzura y entusiasmo, y continuó interpretando la pieza como si se la  dedicara a ella. El músico tocaba magistralmente su zampoña[i] acompañada  de una pista pregrabada que salía de una minúscula bocina portatil.

Intentó grabarlo (y lo logró),  pese a un grupo de transeúntes gordas y gritonas que se le atravesó con indiferencia frente al joven. Sin enfado y más bien conmovida, continuó su marcha no sin antes pensar que en la primera oportunidad, subiría el videíto a su Perfil de Facebok. No  sabía el nombre de la pieza musical, pero no faltaría quién se lo dijera en la Red.

Bebida
La Hora/Cortesía

Caminaba mucho esos días invernales limeños y siempre con los IPods a buen volumen, para  tener  su propio soundtrack que le recordara a este viaje  y porque Lima se había vuelto un lugar muy ruidoso. La gente normalmente hablaba a gritos nimiedades y algunas estupideces que a Martina no le interesaba oír.

Desde hacía días se le había antojado beber un emoliente, porque tenia un recuerdo lejano de su agradable sabor y esa bebida le recordaba a algún episodio bonito con su madre. Buscó en el parque Kennedy al vendedor callejero de emoliente sin éxito. Decidió encaminarse a la saguchería La Lucha que quedaba  frente al  parque, en un callejoncito  transversal a la avenida Diagonal.

El  emoliente, una bebida espesa debido a su alto contenido de linaza era también recomendable para males renales.  Esta clásica bebida invernal limeña, además  de la  linaza, se preparaba con cebada, unas ramas algo secas  llamadas cola de caballo, boldo y uña de gato, y, aunque su origen era más bien del altiplano peruano, era una bebida muy popular en la gastronomía capitalina.

Martina entró a la sanguchería y pidió su emoliente súper caliente con mucha miel y limón. No comió nada porque nada se le antojaba en ese momento. Salió de allí con su vaso de cartón y cruzó nuevamente hacia el parque Kennedy. Eran las 10 de la noche, y como es costumbre en esa zona, había mucha gente.  Miraflores es un barrio lindo que se ha ido metamorfoseando como sucede en las metrópolis, que pasan de ser lugares residenciales a zonas comerciales llenas de edificios que van sustituyendo a las hermosas casonas de antes. Martina sabía que el precio de la modernidad es así. Lo había podido observar durante los últimos diez años en sus visitas continuas a su país de origen. Sin embargo, y pese a ello, el distrito no ha perdido su personalidad y encanto. La sola presencia del mar y de un bellísimo malecón bien cuidado, de una ciclovía kilométrica que linda al Oeste con el distrito de Barranco y al Este con el de San Isidro, así como la diversidad de espacios, parques y jardines llenos de árboles, vegetación y flores, le imprimen esa belleza y exquisitez inigualables. Este último viaje pudo disfrutar además, de una activa cartelera cultural y deportiva en espacios al aire libre y de un festival de música bien organizado.

Cortesía
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Ya en el parque, sentada en una banca, sintió el frío intenso y pensó que estaba a gusto con su ropa cálida y ligera y sus botines de piel. Con calma se dispuso a ver gente pasar y se entretuvo con su estrenada soledad en la que volvió a sentirse en casa, dueña de las calles, de ese acento limeño y de aquellos lugares que vió desde su infancia. Creyó oír música en una casona frente al parque, sobre la avenida Larco, justo frente al semáforo de la vieja municipalidad de Miraflores. Atenta, observó el movimiento de gente en la entrada del lugar. La música se oía junto con un rumor de risas y murmullos. A la casona iban llegando grupos de dos, tres, cuatro personas, tocaban un timbre, alguien abría la puerta y los visitantes uno a uno iban enseñando la pantalla de su celular al portero, quien miraba los aparatos con una  pequeña linterna, asentía y los iba dejando entrar en fila. Entonces, entendió que estaban mostrando sus vacunas anticovid para poder ingresar. A lo lejos pudo ver el rótulo grande que decía El Tayta.

Terminó su emoliente, revisó su celular para tener el código QR de su vacuna a un click y cruzó la avenida Larco, con cautela porque la ciclovía que recorre de principio a fin esa calle, se mantiene activa a toda hora no sólo de bicis sino también de patinetas eléctricas que se rentan mediante una Aplicación celular. Ya en la entrada y a punto de  tocar el timbre, se le unieron algunas personas, así que ella entró como parte del grupo sin siquiera proponérselo.

Esta salida a incursionar sola la vida nocturna cerca de la casa de su tía, donde se quedaba durantes sus viajes a Perú, había sido un propósito muchas veces postergado sin otra razón que no fuera su propia inseguridad. Pero ahí estaba ahora, subiendo las gradas de un lugar abarrotado de gente alegre, parejas, hombres solos (mujeres solas no vió durante toda la noche), grupos de personas disfrutando el espectáculo musical en vivo de una pareja de artistas excelentes que interpretaban canciones que todos parecían conocer, ya que las cantaban emocionados al calor de los tragos. El lugar estaba a reventar y más aún, la pista de baile. Martina buscó un lugar cercano a la barra, mientras observaba a toda esa gente que alegremente olvidaba el miedo del último año en medio de la locura de la pandemia.

Una mesera muy joven se acercó y le preguntó que qué deseaba tomar, ella pidió su primer chilcano de pisco[ii] de la noche. La chica le acercó el POS y ella su tarjeta de débito y le sonrió por el diez por ciento de propina que añadió a su cuenta.

Poco a poco fue descubriendo el lugar. Buscó los baños y allí encontró a una joven sentada en el piso hablando a gritos desde el celular. Y recordó su adolescencia mientras oía un monólogo de desamor digno de telenovela mexicana. Salió del baño y empezó a buscar mesa. Encontró un único lugar en una especie de terraza adonde todos los fumadores llegaban durante la noche. Allí habían cuatro bocinas gigantes y una pantalla de igual dimensión desde donde se podía ver a los cantantes en plena acción. Martina se ubicó en medio de los dos enormes parlantes.

La noche avanzaba y a una de las mesas cercanas llegó un grupo grande de parejas. Ella vio con curiosidad y disimulo que habían algunos venezolanos. Se encantó viéndolos bailar, reír y divertirse. De ahí en adelante fue perdiendo la necesidad de control y la música, el ritmo, las letras de las canciones, los chilcanos y una primera vapeada, la perdieron en la total alegría, donde una especie de identidad sonora la envolvió y se sintió parte de esa tribu.

Su cuerpo le sirvió de caja de resonancia y la música, en un momento, la atravesó. No tuvo el  aplomo de ir a bailar sola en la pista de baile, pero movió el cuerpo desde su silla, siguiendo ese ritmo interminable que la contagiaba.  Pidió otro chilcano  más, que -como todo lo comible y bebible en Lima- eran enormes.

Llegó al tercer chilcano y ya no sintió más el frío. Se quitó la campera y disfrutó plenamente la noche oyendo las risas y ese acento limeño tan cantadito y familiar.  Nadie empañó su deliciosa sensación de libertad. Cuando vió su celular la última vez, eran las 3:58 de la mañana, entonces, decidió marcharse.

Se abrigó nuevamente y se dirigió a las gradas. Bajó sin problema, mientras cerraba su bolso-mochila y se la colocaba en la espalda. Abrió la puerta y sintió el frío intenso en la cara y el olor a mar. Cruzó en el mismo semáforo de horas antes y se dispuso a caminar atravesando nuevamente el parque. Llegó otra vez a la avenida Diagonal. Habían muy pocos carros y mucha gente en las entradas de los bares y restaurantes nocturnos. Mientras caminaba, sintió que no podía mantener el equilibrio y que su cuerpo iba zigzagueando. Martina recuperaba el centro e inevitablemente lo perdía a los pocos segundos. Sin embargo, no se detuvo. Cuando dejó las calles llenas de gente y la oscuridad ganaba el espacio por donde ella transitaba zigzagueante, creyó ver delante suyo, un perro color gris, a escasos cinco metros. El animalito iba solo delante de ella, muy seguro y dueño de sí. Le dio curiosidad y lo empezó a seguir confiada.

Después de eso, no recuerda nada, solo haber entrado al condominio, subir las gradas hasta llegar al segundo nivel y ver el rostro atónito de su tía, quien entre dormida y despierta, le sonrió  aliviada. Entró a tropezones (y aún zigzagueando) y, antes de caer desparramadaen la cama, alcanzó a  quitarse torpemente la mochila, la campera y los botines.  Por ello amaneció aún vestida.

A la mañana siguiente, su tía le preguntó por el perrito que venía con ella. Entonces intentó sin éxito recuperar la memoria de las últimas cuatro o cinco calles antes de llegar a casa. Imposible. Hasta la fecha sólo recuerda la delgada y gris silueta canina, como en flashazos lejanos e intermitentes. Al principio no lo entendió, pero con el paso de los días, su certeza de la visita inesperada fue creciendo. Ahora respira aliviada de saber que el Cadejo la trajo a casa en medio de esa madrugada abrumadora en un retorno borroso, aunque para ello, el pobre animal tuviera que atravesar lo imposible y guiarla a salvo a su destino en medio de semejante y monumental borrachera.

 

 

[i] En: Wikipedia: La zampoña es un instrumento de viento de la familia de las flautas de Pan, compuesto por tubos a modo de flautas, abiertos por un extremo y cerrados por el otro, dispuestos en forma vertical en una o dos hileras, todos de distintas longitudes y diámetros, lo que determina el sonido de cada uno al ser soplado por el tubo o ejecutor de dicha flauta, la zampoña es uno de los instrumentos más representativos de las culturas andinas.

[ii] En Wikipedia: El chilcano es un cóctel tradicional peruano que se prepara sobre la base del pisco, jugo de limón y refresco de soda.​ Sería una adaptación del «gin con gin».

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