Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Luis Fernández Molina

Es conocida la expresión: “vale la pena morir por aquello que vale la pena vivir”. La historia universal ha sido afortunada en registrar las crónicas de algunos héroes, unos reales, otros míticos. Destacan aquellos que han ofrendado la vida en aras de su causa, son muchos los ejemplos, pero valga citar por ahora el sacrificio de Leónidas y sus 300 espartanos. Pero el sacrificio de la mayoría de los héroes quedó en el anonimato de los campos de batalla sin que se recordaran sus nombres. Héroes anónimos. En todo caso, todos los héroes, son personas que han seguido un ideal hasta sus últimas expresiones. Ideales como la libertad, la creencia religiosa, el amor a la patria, inclinación política, entrega a la humanidad, etc. Estos ideales son tan valiosos que poco importa la vida si se trata de defenderlos.

Dichos ideales son imprescindibles y por eso se les llama, precisamente, “valores”. Y como todo ente que es valioso, debe ser protegido. Lo valioso puede ser algo material, alguna obra de arte, un manuscrito de Galilei, un lingote de oro o una piedra preciosa. Todas las personas aprecian esos bienes materiales y por eso se resguardan en cajas de seguridad. Pero también hay valores inmateriales que la sociedad también atesora y resguarda entre sus reservas morales, conscientes que, sin esos valores, la vida en comunidad sería imposible.

La clasificación de los valores es muy amplia y depende de los enfoques y de circunstancias particulares. Ya se mencionaron los valores artísticos. Pueden ser también valores personales (como la virtud o la abstinencia) o colectivos (la justicia, la honestidad). En otro orden de ideas hay también valores sentimentales que por lo mismo se resguardan en el corazón. Son los tesoros que los individuos van seleccionando conforme avanzan los años.

Uno de los valores más reconocidos es el del respeto de la palabra empeñada. Una sociedad cuyos miembros cumplan a cabalidad sus promesas será, sin duda alguna, una sociedad armónica y próspera. Cabe traer a colación algunos ejemplos: Cuando Salah al-Din (Saladino) en 1187 cercó Jerusalem les ofreció a los desahuciados defensores que podían abandonar la ciudad sin sufrir daño alguno a cambio de que no dañaran ninguno de los edificios y monumentos. Está bien dijo el comandante cruzado y preguntó ¿qué garantía me das? Saladino respondió “mi palabra, vuestra garantía es mi palabra.” Los guerreros francos y todos los ocupantes de la ciudad pudieron evacuar sin que nadie los molestara.

Otro ejemplo nos lo da el jefe Seattle, quien le aseguró al “gran jefe blanco” que podía confiar en “la palabra del gran jefe Seattle, con la misma certeza que confía en el retorno de las estaciones” y agregó “Mis palabras son inmutables como las estrellas del firmamento.”

En la película de 2003, “El último Samurai”, que levemente se inspira en la Rebelión de Satsuma de 1877; en las escenas final aparece el ataque de las tropas del gobierno, que, con cañones y ametralladoras Gatling, van cerrando el cerco al reducido grupo de rebeldes que, conscientes de su inminente destino deciden seguir peleando por el honor hasta que muere Katsumoto y Algren (Tom Cruise). Lo sorprendente es la escena siguiente: Los líderes de la revuelta ya habían caído y en ese momento los soldados imperiales que les habían disparado deponen sus armas y, todos, se inclinan ante los dos líderes, poco antes sus enemigos. Más que una muestra de respeto, que lo era, lo que expresaban es un homenaje, un reconocimiento a ese valor que, por un tiempo, anidó en el pecho de los que acababan de fallecer.

Pero, en un sentido, los valores son algo etéreo que temporalmente se identifican con alguna persona, pero tienen una independencia conceptual. Y hay casos en que ese valor se anida en otros seres. ¿Acaso no se reconoce el valor de una gata, una perra, una leona, en defender a sus cachorros? ¿Acaso no destaca el valor de un ave que sacrifica su alimento por alimentar a sus crías? Valga el ejemplo, nuevamente en Japón, del perro Hachiko; su amo había muerto, pero el perro iba a la estación de Shibuya a esperar la llegada del tren, como lo había hecho por mucho tiempo. Y, puntualmente, iba todos los días, por largos nueve años. ¿Qué resortes internos movían a ese animal? No se sabe. Cuando, a su vez, murió Hachiko, los vecinos le hicieron una especie de altar y le rindieron homenaje por varios días. No homenajeaban al can en sí, lo que procuraban es ese valor que el animal cobijó por esos largos 9 años: la lealtad, la esperanza, la disciplina. Sobra decir que la Historia, que no recoge muchas crónicas de animales, tiene entre sus páginas antiguas el relato de Ulises, quien después de su largo periplo regresó a casa disfrazado de mendigo después de 20 años por la guerra. Nadie le reconoció, ni siquiera su fiel esposa, Penélope. (Continuará).

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