¡Darnos cuenta de que no somos nada!: sólo los cristianos y otros alucinados comparten el fantástico delirio de una jornada que jamás termina: la presunción de eternidad.
Darnos cuenta de que iremos a la fosa y seremos un nudo de gusanos y luego polvo y ni siquiera polvo enamorado de Quevedo. Darnos cuenta de que –en el fondo- ni razón tenemos. Sólo odio, sólo egoísmo. Sólo: tú eres mi propiedad. O –tú eres en la fábrica- mi explotado. Darnos cuenta de que tras la nada sólo hay odio.
Tú lo dijiste Rosario: “atados de mano contra mano y vueltos –forcejeando por irnos- uno hacía el sur –hacia el fragante verde- y el otro a la oquedad de los desiertos, desgarrados”. Y añadiste: “Y yo en la fiesta. Párpados esquivos, trenza apretada, labios sin sonrisa”. Pero todavía tuviste la rectitud inmensa de matizar: “Ah, qué duelos a muerte, hasta el amanecer luchábamos y el día nos encontraba aún confundidos en nudo ciego de odio y de lágrimas”.
Oye, Rosario, eso es lo que amo en ti, que nunca te consideraste mujer de palabra -sino de palabras- porque tenías la penosa sensación de que en el crucigrama se deslizó una errata que lo hace irresoluble.
Por eso es que somos vulnerables. Porque admitimos, porque aceptamos la culpa, porque no nos defendemos.
Rosario, tú y yo somos de los que llegamos al tribunal y declaramos en nuestra contra y ni pedimos defensor de oficio. Para qué, si más temprano o más tarde seremos condenados (“La Condena”) por nuestros padres, por nuestros hijos, por nuestros cónyuges, por nuestros lectores y sobre todo por nuestro colegas que nos niegan y también porque, de todos modos, (por sobre todos los hechos disculpables) está la muerte inapelable y el olvido.
Pero cuando él me dijo: es usted la vergüenza, entonces lloré por ti y por mí. Pero no fue un llanto elegante –Rosario- fue una cosa desbordada, sin límites, a gritos y aullidos. Por la boca y los ojos eché el corazón. Y de nuevo –como en un cuadro de Frida- pude ver tu corazón y el mío dibujados llorando -cada corazón con ojos y con lágrimas- llorando de vergüenza porque tú y yo no conocemos la absolución. Porque a ti y a mí nos enseñaron que nuestra vergüenza sólo se puede pagar con la muerte.
Y entonces –para qué decirtelo- sentí la vergüenza del autor de “La enfermedad mortal” –sin ser seminarista o pastor como él- es decir la desesperación pura que es lo opuesto a la razón pura. Por odiar, por pecar por querer amar y no saber cómo. Por querer retoñar y no saber dónde, por haber echado estos dos brotes del tronco de mi cuerpo y haber tenido que llorar tanto en vez de haber reído como los hacen todos.
Sólo tú que hablas de Gabriel –como una mujer “desnaturalizada” (pero que estoy seguro de que lo amaste más que la mayoría de las madres por poetisa y por mujer de palabras) entenderás el fondo de lo dicho, entenderás la desesperación pura (antitética a la “Crítica de la razón pura”) suma antiteológica de lo que te vengo hablando.
Pero ya te contaré más otro día Rosario admiradísima. Hoy sólo quiero decirte que, aunque ya no estás, estás -en mí- permanentemente transfundida. Transfundida en mí, en una de esas múltiples transfusiones de Frida en nuestros corazones.
La guadaña -en mi espalda- me hace recordar tantas cosas al igual que tus poemas. Porque la muerte nos aguarda tras cualquier esquina y no tendremos tiempo ni de decir te amo o te odio. Todo será un ramalazo de silencios que caerá sobre mis huesos ya carcomidos de espanto.
Y quiero decirte, asimismo, que “Meditaciones en el umbral” me ha servido de mucho porque yo también camino en el umbral desorbitado ¡desde hace tanto!, y tanto y tanto deseo ser el otro o, como en tu poema, ser otra manera de ser.
*
Rosario Castellanos. México 1925. Tel Aviv 1974.