Mucho se habla del giro de la izquierda de algunos países latinoamericanos que, hastiados del discurso ortodoxo del capitalismo liberal, buscan opciones que den respiro a la situación de pobreza extrema. Los más fundamentalistas se lamentan por el nuevo rumbo criticando, o bien la falta de memoria de los pueblos, o bien la ignorancia con que reinciden en los errores políticos de siempre.
Los analistas olvidan, sin embargo, que el orden constituido deriva del estado de injusticia impuesto por sus políticas de beneficio propio. Sin entender, son ellos los cabezotas, que su forma de organización no vela por el bien de la sociedad a la que tienen que servir, sino (todo lo contrario) a la satisfacción de sus intereses en desmedro de las mayorías.
Así, el triunfo de Chávez en Venezuela, de Petro en Colombia y Boric de Chile son inexplicables sin los antecedes nefastos de los gobiernos pasados que traicionaron los ideales republicanos de esas naciones. Los fundamentalistas no lo entienden porque su cartilla y las ventajas obtenidas por ese ancien régime les impide situarse desde una perspectiva diferente.
Lo mismo le sucede a la izquierda al perder el poder: son ellos los responsables de su debacle. La derrota expresa la insatisfacción de políticos torpes, a veces improvisados y mal asesorados. Asumen el poder quizá con buena voluntad, pero sin dotes para la agencia de cambios. Se fían de un discurso cansino que ya como gobernantes resulta inútil.
El caso más reciente quedó evidenciado con la deposición del expresidente Pedro Castillo en Perú. Si bien la oposición hizo de las suyas para privarlo de toda maniobra, sus ejecutorias manifestaban a un gobernante limitado, poco habilidoso y demasiado ingenuo. De ese modo, aislado y sin ningún asidero producto de un trabajo de articulación de poderes, su salida era previsible.
Con todo, la izquierda tiene posibilidades. En primer lugar, por la inefectividad del neoliberalismo. Sus políticos, que suelen provenir del sector empresarial, les aqueja varias dolencias. Una de ellas es la falta de empatía y arraigo con la población. Su figura es distante por la condición privilegiada de sus orígenes y porque, para ser francos, no les interesa los pobres. Más allá de esto, la inflexibilidad del discurso hace que su práctica sea más de lo mismo: desigualdad, injusticia y pobreza.
El giro de la izquierda latinoamericana, en consecuencia, es una oportunidad para explorar posibilidades. Intentar el cambio desde filosofías arraigadas en una narrativa al servicio de los excluidos. Hacer surgir un nuevo modelo económico y social con rostro humano, superando la lógica consumista impuesta por el mercado. De esto se trata, no de evolucionar, sino de reiniciar.