Autor: Luis Javier Medina
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Creo que todos recordamos los famosos “jueves de CICIG” o las conferencias de prensa en donde se exponían, enfrente de los medios de comunicación, casos de alto impacto en donde se acusaba a funcionarios y empleados públicos de corrupción. Independientemente de nuestra afinidad ideológica o el análisis que hagamos de los hechos, no se puede negar que el 2015 y 2016 fueron años convulsos a nivel social y especialmente para la clase política de Guatemala.
Tales acciones, provenientes de la extinta Comisión Internacional contra la Impunidad y del Ministerio Público, respondían a un intento de frenar la corrupción desde lo penal, es decir, perseguir penalmente a las personas que ya habían cometido actos de corrupción. En pocas palabras, la solución al problema en ese contexto era atrapar a todos los corruptos que se pudiera, y generar miedo en la clase política para que se abstuviesen a futuro de cometer actos ilegales.
Lamentablemente, considero que este fue uno de los errores del movimiento en contra de la corrupción de aquel entonces. Sobre esto, el centro de pensamiento Diálogos GT, en su estudio titulado “hacia una agenda integral anticorrupción”, menciona que uno de los errores de la CICIG fue centrarse únicamente en el aspecto penal y no en modificar la correlación de fuerzas y el comportamiento de las autoridades políticas del país.
Debemos entender que la corrupción no se resolverá haciendo redadas de políticos o metiendo preso a medio mundo. Creer en esto es ver el problema de manera simplista. Al igual que la pobreza o la migración, la corrupción es un problema complejo el cual tiene su origen en la opacidad, la arbitrariedad y la falta de control del poder político. En esencia, es un problema vinculado al poder, independientemente de la persona que lo ostenta.
De esta última reflexión se desprende lo siguiente: no importa que partido político gobierne, si es de izquierda o de derecha, o si los políticos o servidores públicos son nuevos o no, nada va a cambiar si realmente el sistema no cambia o si los incentivos para corromperse y el poder discrecional no se eliminan.
Por ello, todo aquel que desee un estado con menos prácticas corruptas debe apostar por un enfoque preventivo. Para ello es necesario impulsar ciertas reformas a leyes que a día de hoy han demostrado ser caldo de cultivo para las actividades ilícitas, como por ejemplo la Ley Electoral y de Partidos Políticos o la Ley de Servicio Civil. Aunado a ello, es menester impulsar políticas de descentralización y gobernanza para que los funcionarios y empleados públicos no tengan amplios poderes de decisión y no sean capaces de beneficiar a grupos de interés que buscan protección a la sombra del paraguas del Estado.
Y por último, debemos concientizar a las nuevas generaciones sobre esta problemática. En nuestras manos está el que los futuros políticos no consideren a la corrupción como algo normal o un camino para poder sobrevivir en este país. Si nutrimos a los niños y adolescentes de valores y principios, si les inculcamos que ver al Estado como un botín está mal, seguramente avanzaremos en la construcción de un país más transparente. Quizás no veremos los resultados pronto, sin embargo, debemos ser pacientes, ya que estaremos sentando las bases para que a mediano y largo plazo las cosas en el país sean distintas.