Eduardo Villatoro
Un día de tantos sostuve una ligera conversación con un amigo que asiste a la misma pequeña congregación a la que acudo dominicalmente. Le pregunté qué era lo primero que hacía cuando algún miembro de su familia se enfermaba súbitamente y no lograba curarlo con medicamentos que tenía a la mano. Replicó: Pues llamó al médico de inmediato o a la farmacia.
A una tercera persona presente también le lancé parecida interrogante, pero respecto a cuál es su primera reacción si afrontaba un accidente de tránsito, y respondió que se comunicaba telefónicamente con su agente de seguros o un abogado.
Me propuse realizar un corto sondeo entre mis amigos, de diferentes confesiones y denominaciones cristianas, siempre con el objeto de establecer a quién se dirigían en el momento de encarar un problema de variada índole y gravedad y casi todos coincidían en que pedían ayuda de un pariente o un profesional del ramo, sin faltar los que con descaro confesaban que se ponían en contacto con un político o funcionario influyente.
O como reveló otro más cínico: -Cuando se trata de una falta de tránsito, después de suplicar la benevolencia de un agente de la PMT y si mis razones no le convencen no me queda otra cosa más que darle una ofrenda para que se olvide del asunto.
Presumo que la mayoría de los guatemaltecos creyentes nominales y hasta practicantes de una religión de origen cristiano que decimos y a veces -cuando las circunstancias de toda naturaleza son muy graves- creemos vehementemente que el buen Jesús es nuestro Señor y Salvador, solemos proceder como los amigos aludidos, respecto a que en cualquier conflicto lo primero que hacemos es buscar el auxilio de un ser humano semejante a nosotros, lo que tampoco es censurable.
Sin embargo, cuando el problema que atravesamos se agudiza entonces clamamos por la intervención divina. Por lo menos me ha ocurrido a mí y a familiares y a numerosos conocidos míos de confianza.
¿Qué tiene qué ver la religión en una columna de un diario laico? Se preguntará uno de mis contados lectores, sobre todo si son ateos o agnósticos, básicamente si yo, el autor de estos apuntes, muy raramente cito a la divinidad.
Procuro explicarme enseguida. La mayoría de los guatemaltecos estamos conscientes de que nos encontramos viviendo momentos difíciles derivados, especialmente, de la ausencia de integridad de los políticos que se han corrompido, y muchos de ellos feligreses de sus templos; asiduos en participar en misas o en cultos y hasta se confiesan con los sacerdotes o se aconsejan de sus pastores. Es decir, son cristianos profesantes, juntamente con sus familias.
O aunque sean católicos o evangélicos que sólo se congregan esporádicamente cuando se celebra un matrimonio u otra actividad más social que religiosa, pero que de todas formas aseveran adorar al Creador y hasta recitan padres nuestros o murmuran breves oraciones en momentos de conflicto o antes de tomar sus alimentos, yo me pregunto ¿Por qué no hemos pedido, suplicado o clamado la intervención de Dios para que tenga más amor y misericordia que ha demostrado hacia Guatemala, para que escuche nuestras plegarías sinceras a fin de que cese la violencia criminal, que los funcionarios transgresores de la ley humana se arrepientan, que los presidentes de los organismos del Estado humildemente guarden tributo al “Rey de reyes y Señor de señores”?
¿O es un decir que más del 95 % es cristiano, ya sea católico o evangélico?
Con aprecio a los lectores que no son creyentes, sostengo que si rogáramos sabiduría divina y si respetáramos nuestras frágiles confianza en el Todopoderoso y acatáramos sus preceptos, muy distinta serían las condiciones de nuestra vida personal y colectiva como Nación, especialmente si los gobernantes fueran los primeros en venerar a Dios a quien suelen mencionar hipócritamente en sus discursos.
(El laico Romualdo Tishudo repite: Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia y lo demás vendrá de añadidura).