Eduardo Blandón
Cuando lo conocí con apenas 17 años, el Padre Checchi ya era un hombre famoso. En Costa Rica escuchábamos su fama de religioso austero, inteligente y formador sin igual de la filosofía en el Campus de la zona 11, “El filosofado”. Apenas llamaba la atención su figura menuda, pero estaba claro que su celebridad no era gratuita.
Lo supe pronto, aunque sus virtudes las fui descubriendo con el tiempo. Porque tras su apariencia de ratón de biblioteca (esto, según el tópico de las convenciones), brillaba sobre todo la afabilidad, el respeto y una fe que parecía ajena a toda incertidumbre. Por consiguiente, lo suyo no era la consabida fe filosófica, sino la del humilde carbonero aferrado a su realidad.
Así me lo manifestó la última vez que nos encontramos en el año 2020, pocos meses antes de la pandemia: “Confío en que Dios me muestre su rostro, según sus promesas. Que tenga misericordia porque espero gozar de su presencia como siempre lo he deseado”. No había afección en sus palabras ni gestos exagerados en sus modos, sino la expresión del auténtico hombre de Dios.
Lo que anuncia otra cualidad del buen cura salesiano, su espiritualidad. ¿A qué me refiero? A esa vida modulada desde una suerte de experiencia trascendente. La conducta inspirada por un espíritu que posibilita lo singular. Así, su actividad intelectual, el ejercicio docente o su ministerio sacerdotal, eran expresados con el mismo tenor cúltico de quien respira lo sagrado. Y esto no podía sino sentirse.
Cierto, esa experiencia de liturgia permanente lo exponía a veces a cierto ánimo de perfección que comprometía sus emociones. Como cuando censuraba con bondad a quienes desafinaban desde el coro entre jóvenes rudos de Centroamérica. Esos bárbaros cantores, seminaristas desventurados para el gregoriano, que lo sustraían, más allá de la armonía estética, del sentido musical para exaltar la grandeza del Pantocrátor.
Evidentemente no era solo la cacofonía lo que lo perturbaba, que podía tolerar por caridad cristiana, sino el concepto mismo de la adoración a través de la música sacra. La perspectiva de que las notas altisonantes, desafinadas y sin ninguna idea del ritmo, fueran una ofensa a ese Dios que no merecía la mancilla ni el desdoro de esas voces silvestres.
Nada de lo anterior impide reconocer las virtudes del Padre Checchi que nos sume ahora en la tristeza. Lo lloramos porque lo quisimos y valoramos su humanidad. Y porque, más allá de eso, su presencia serena, su sentido de la vida, nos permitió abrirnos a posibilidades negadas, la angustia del abrumado en la desesperanza y la moral encerrada en la contingencia.
Su testimonio será fecundo. Por ello, el Dios de bondad le dará el premio reservado a los justos. Y un plus más, el concedido a quienes lo alabaron desde la fragilidad de cantos rotos, impostados con buena voluntad. Lo suyo, si se ve bien, su vida entera, fue un acto heroico y, cómo no, de mucha fe.