Byron Ponce Segura

Cuando mis amigos del trabajo dijeron que iríamos a Mádaba, a 30 kilómetros de Amán, capital del Reino Hashemita de Jordania, inmediatamente busqué el sitio en internet.  Me reveló una antiquísima ciudad, un sitio turístico con mosaicos romanos muy bien conservados. Eso bastó para que me uniera al grupo, pues los mosaicos me despiertan fascinación.

Luego May, la promotora de la idea, nos dijo que haríamos un paseo en bicicleta -catorce kilómetros- seguidos por una parrillada para recuperar fuerzas. ¿Bicicleta, yo?  ¿CATORCE kilómetros?  Aquello cambió la perspectiva por completo. May sospechó que intentaría escabullirme y tomó la delantera: “Hay un picop detrás del grupo y quien no quiera continuar, se sube”.

Imaginarme a bordo del picop no me ilusionó, pero dije que sí, que contaran conmigo.

Al día siguiente llegamos siete colegas a un punto convenido y juntos nos dirigimos a un pequeño local para la venta de bicicletas. Poco a poco llegaban más personas. Sumamos veinticinco. De pronto me di cuenta de algo tenebroso: era el más viejo del grupo. Le llevaba entre veinticinco y cuarenta años a cualquiera de ellos. ¿Qué hacía yo allí, a punto de pedalear catorce kilómetros contra esos cohetes de propulsión a chorro?  Qué locura. Además, comprendí que no habría ciudad romana ni mosaicos, menos la mezquita que me había propuesto fotografiar. Por si fuera poco, todos iban preparados para la actividad física: shorts, licras, rehidratantes. Yo iba de lona, cargando una mochila con mi cámara y una lente extra.

En el techo de unos microbuses cargaron una bicicleta para cada persona y enfilamos hacia una vivienda en las afueras de Mádaba. Era a la vez una residencia de fin de semana, una granja y la salida/meta de un tour que quizá no podría contar a mis descendientes.

Me entregaron un casco para ciclismo de montaña (que sin pestañear habría cambiado por una bicicleta eléctrica) y alistamos la salida. Yo necesitaba estrategias, y la primera fue colocarme en el grupo de punta desde la salida. Es preferible salir en punta a ser el de atrás, el que ya no puede alcanzar a nadie.

Sin haber utilizado antes una bicicleta de velocidades, debí aprender rápidamente cómo funcionaba eso. Con el dedo pulgar cambiaba hacia los platos de menor resistencia en los pedales, y con el índice de la otra mano aquella aumentaba. ¿O era al revés?

No era una carrera, era un paseo, pero alguien no se lo explicó a los capullos… Comprendí que no podría tomar ninguna fotografía porque implicaba detenerme y quedar atrás, quizá al frente del tentador vehículo de rescate de los fundidos.

La primera parte del recorrido fue relajada. La topografía era de suaves colinas. O íbamos ligeramente hacia arriba o placenteramente hacia abajo. El paisaje: muy atractivo y diversificado. Presentaba granjas con plantaciones de olivos, deciduos e higos, alternando con parches de hortalizas. El riego por goteo hace jardines de aquellas tierras que de otra manera serían bíblicos desiertos arenosos, por donde Moisés debió vagar en su camino al hoy llamado Monte Nebo (cercano a Mádaba), desde donde vio la tierra prometida. Israel y el estado Palestino se encuentran en la ribera oriental del río Jordán, mientras que Jordania ocupa la ribera occidental. Algunas granjas tenían invernaderos tipo túnel, cubiertos de tela plástica. Aquí y allá había campos recién cultivados. Por todo el camino veía campamentos de gentes del desierto, pastores nómadas que recorren la región desde hace miles de años. Son grupos unifamiliares grandes, que levantan carpas de baja altura y del largo de un autobús pequeño. Tenían rebaños de ovejas, camellos y perros pastores que se acercaban en grupo a la orilla del camino para prevenirnos a ladridos.

 

Las ovejas se alimentaban con los despojos de cultivo. Parecía parte de un contrato social: después de la cosecha, nosotros vendremos y a cambio de permitirnos acampar, nuestros animales limpiaran el sitio, reduciendo los costos de preparación de la tierra en el siguiente ciclo. No habrá que recurrir a las rozas o quemas. La paja se convertirá en carne y leche.

Algunos pastores tenían camiones, otros carretones de tracción a tractor. Así se mueven en estos tiempos modernos, donde atravesar autopistas con todo y rebaño puede resultar imposible.

Había tractores preparando la tierra para la siguiente cosecha. Podían ser propiedad de los granjeros o de los pastores, lo que haría la relación más simbiótica y los tractores más rentables.

Aquello me pareció estupendo. El modo de vida pastoril está desapareciendo rápidamente en el mundo. Hay guerras a causa de eso. Ejércitos irregulares luchan contra quienes se convirtieron en propietarios de tierras que antes eran rutas de viaje y sitios de pasturar.   Grupos étnicos enteros están desapareciendo ante la indiferencia del mundo, y los gobiernos los obligan a volverse sedentarios bajo el pretexto de protegerlos. Es un gran respiro encontrar grupos compartiendo pacíficamente los recursos naturales, reconociendo el derecho del otro a preservar su modo de vida, su identidad y su cultura.

En los campos de Mádaba había lechugas, papas, calabazas, calabacines (zucchini) y otras hortalizas. Algunas parcelas tenían sembrados girasoles a manera de cerco (las parcelas carecían de ellos, ¡qué espectáculo!). Los girasoles cumplían la labor de distraer plagas y atraer polinizadores, para beneficio de los cultivos más valiosos que custodiaban.

Aunque la temperatura estaba arriba de los 30 grados centígrados, por momentos soplaba en contra una fresca brisa, quizá llegada desde el Mar Rojo, a unos 150 km. Cuando íbamos en descenso abríamos los brazos y levantábamos la cabeza hacia el cielo para disfrutar aquella bendición.

Mi cuerpo principió a pedir más concentración en lo que lo forzaba a hacer. Con el calor y las subidas, la resistencia iba mermando, mientras yo me entretenía en contemplaciones de paisaje y reflexiones que no tenían nada que ver con bicicletas.

Llegamos al primer punto de descanso, yo seguía en el grupo delantero. Esperamos por unos tres minutos al picop de la retaguardia. Traía tres bicicletas a bordo: los primeros rendidos.

Reiniciamos y la ruta se volvió más difícil. Alternábamos tramos de asfalto con otros ya destruidos por el uso, caminos de tierra y secciones rústicas atravesando campos. De nuestro grupo inicial de siete, tres nos manteníamos en punta.

Varios kilómetros después volvimos a descansar. Yo desmonté la bicicleta y me senté en el parachoques trasero del pickup. Ya me sentía cansado, pero no quería rendirme. Llegó May y le pedí que preguntara cuánta distancia habíamos recorrido. Catorce kilómetros, me respondió. ¿¡Qué!?  ¿Cuántos son, pues?  Faltan diez, me dijo. ¡Pero dijiste catorce!  Me equivoqué, respondió, con una risita de picardía.

Y ahora, ¿qué le digo a mi cuerpo?

¡Yala, yala! (Vamos, vamos) gritó el organizador. Me puse de pie y el mundo principió a girar. La sangre no quería llegar a la cabeza. No, no me voy a desmayar aquí, no voy a tener un indeseado protagonismo. Me subí a la bicicleta y con la vista fija en el de adelante, principié a pedalear con el primer grupo. Desde la salida había pensado que tenía que ser un buen ejemplo para los jóvenes. Que ver al viejito de adelante les daría ánimos.

Tras un par de minutos fue claro que no podría mantenerme con los punteros. Por primera vez había personas pasándome por izquierda y por derecha en aquel tramo irregular a campo traviesa. Volteé, el vehículo de rescate era lo último que quería ver. No estaba. Recordé las historias que cuentan los atletas: que hay un momento en que el cuerpo se rinde y la mente debe hacerse cargo. Cada vez que el cuerpo me gritaba que pusiera pie en tierra (sería el final), yo me alzaba sobre los pedales y contaba diez impulsos enérgicos. Al menos dejaron de rebasarme.  Más adelante encontramos la mejor bajada de todas, asfaltada. Logré ver de nuevo al grupo puntero. Todos se deslizaban sin pedalear, alzando los brazos para disfrutar el viento fresco. Yo decidí pedalear fuerte para reintegrarme a los punteros.

Logré alcanzarlos y luego de unos 200 metros hubo otro punto de descanso. Vaya, a principiar de nuevo. Esta vez no me senté para que no se repitiera el mareo al levantarme. Partí con el mismo grupo y un par de kilómetros más abajo encontramos una cuesta rústica que emulaba a la bajada donde había alcanzado al grupo. Ahora el camino era de tierra. El grupo principió a desintegrarse. Los más fuertes, dos o tres, desaparecieron de vista. Solo veía ciclistas distanciados. Uno de mi grupo venía al lado. Mi cuerpo no daba más. Vi que algunos de adelante se bajaron de las bicicletas y principiaron a caminar. La tentación se hizo grande. Intenté dar los diez enérgicos pedalazos, pero tenía que ayudar a las piernas con las manos. Luego vi hacia atrás. La mayoría venía caminando.

Ahí ganó la tentación. Puse pie a tierra y principié a caminar. Inmediatamente mi compañero hizo lo mismo.

Llegamos al final de la cuesta y encontramos de nuevo un tramo asfaltado. Cuánto falta, pregunté al organizador, que esperaba a todos para indicar el camino. Dos minutos, dijo. Le pregunté si de los largos o los cortos, y sonrió.

No había mentido. En dos minutos vi la entrada a la granja de partida. Me sentí un ganador del Tour de Francia, aunque no convencional porque no me había dopado.

Luego vi llegar al picop de rescate. Quizá traía amontonadas a unas diez personas.

¿Qué hacer ahora?  El cuerpo exigía enérgicamente que me tumbara en las gradas, en la grama, a media carretera. Recordando a los corredores de maratón me puse a caminar, a dar vueltas de aquí para allá; la desaceleración cardíaca tenía que ser gradual.

Bien, había llegado el momento de las fotografías. Estábamos en la hora de las sombras largas, de la luz mágica. Puse manos a la obra, fotografiando lo que se pudiera dentro de la granja.

El grupo entero estaba de vuelta. El cuerpo pareció recuperarse, pero yo me senté en la grama. Me dio un gusto grande ver que todos llegaron poco a poco a saludarme como si fuéramos viejos amigos.

Las brasas ardían pidiendo acción y la carne principió a llegar a la parrilla, junto con los vegetales. May me llevó un plato con las primicias del asado. Agradecí de corazón aquella cortesía.

La tarde moría, el sol y el cielo despejado se despedían con un espectáculo de colores. La muchachada jugaba volibol. Me sentí regocijado y conmovido de ver aquel grupo feliz, disfrutando al aire libre del atardecer. Había pasado el día con gente de una generación que vive con la cabeza baja, sentada en cualquier sitio y distraída en la pantalla de sus teléfonos inteligentes.

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