Camilo Villatoro
Advertencia a los lectores: los personajes descritos aquí son totalmente reales, pero cual si no lo fueran. Los hechos son narrados no con pocas argucias literarias, aunque intento ser fiel a las anécdotas populares y a mi opaca memoria. El resto, todo eso que requeriría cierta indagación, sí de plano me lo invento.
Las primeras elecciones en las que Pluvio Gómez participó como candidato a alcalde de su municipio, le dieron al final del conteo, un resultado inferior a la mediocridad: 36 votos en un pueblo de 12 mil habitantes. Tenía entonces 42 años y un fracaso marital empecinado en mantenerse unido por aquello del qué dirán. Pero los problemas domésticos no ofuscaron sus aspiraciones personales: la relativa juventud lo llevó a pensar que su carrera política iría de menos a más.
No fue así. La verdad es que sus resultados mejoraban, pero como si no lo hiciesen. 15 votos más, cada cuatro años, pesaban tanto como 20 menos. Sus fieles, mayormente familiares y amigos, empezaron a cansarse de su intrascendencia.
Pero las cosas no sólo iban de mal en peor para Pluvio. Los menos a gusto con la política municipal eran los habitantes del casco urbano de San Genaro Acastlán. El entonces alcalde iba por la tercera reelección consecutiva y su gobierno se caracterizaba por una corrupción sin precedentes.
La resignación cundió en el ánimo político de la clase media acastlaneca. Según ésta, la estrategia de Wilberto Meléndez, el alcalde, era implacable como simple: «regalar espejitos a los indios de las aldeas a cambio de sus votos». Los aldeanos no sólo habían sido dejados de la mano protectora del Estado hacía siglos, sino que también eran muchos y en aumento. No todos eran indios, había ladinos empobrecidos de piel clara y pelo amarillo, labriegos de oficio, amantes del fútbol y la música duranguense.
El ánimo no mejoró cuando pocos meses antes de las elecciones el alcalde fue reclamado por la justicia capitalina, por verse implicado en un desfalco de siete cifras. El candidato que le pisaba los talones había aprendido más que menos su estrategia y contaba con el apoyo de poderosos ganaderos de la zona.
A Gimler Cabrera De La Piedra nadie lo conocía por ese nombre. «Pedrón» era el mote que acompañaba su fama de rudo camionero. No había nacido hombre más fuerte en San Genaro. Siempre y cuando bebiese sangre taurina, era capaz de cargar la llanta de un tráiler como a un plumero. Nadie lograba ganarle en las artes marciales mixtas, excepto don Sarvelio: kaibil en sus años mozos —solemne demostración de cómo la fuerza bruta claudica ante una buena llave–.
Muchos dijeron que Pedrón había pactado su inmortalidad con el diablo, la vez que se salvó milagrosamente de un envenenamiento propiciado por su primera esposa. El cadáver de su casero fue encontrado meses después, aunque hubo que reconocerlo por la indumentaria. El informe forense dictaminó, a ojo de buen cubero, muerte por aplastamiento; instrumento: aplanadora.
El único pacto que Pedrón hizo en su vida, fue el enlace matrimonial de sus hijas a cambio de dinero y otros artilugios de la vanidad, acaso un vehículo doble tracción. Dichas transacciones son parte del folclor acastlaneco, siempre que las hijas sean bonitas y ronden la edad de merecer.
En el trayecto hacia San Genaro nadie deja de notar: primero, un hotel, resort & spa a la salida del sórdido poblado de donde se bifurca la carretera hacia Jutiapa y el camino hacia San Genaro y demás pueblecitos inocentes. Segundo; par de kilómetros después del hotel, de lado derecho, justo a mitad de la nada: un decente complejo comercial con cine y parque acuático incluido. En las afueras del complejo, una pantalla electrónica saluda irónicamente: «Bienvenidos hermanos jutiapanecos. Disfruten nuestras atracciones».
Tiempo atrás los hermanos jutiapanecos habían incursionado en el departamento para pelearles la plaza a sus colegas santarrocenses. La matanza tuvo lugar en uno de los poblados preferidos por el cártel local, durante la celebración de un evento hípico. Los medios contabilizaron 26 muertos; los testimonios de los sobrevivientes hablaban de incontables cadáveres dispersos en las inmediaciones del lugar.
San Genaro gozaba relativa paz en cuanto a las guerras del narco. Pero no por ello la política local quedaba fuera de la influencia de sus personajes. Lo más probable era que Pedrón haya sido engañado por sus financistas –nunca se excluye tal posibilidad en un iletrado– y que esos señores, en vez de ganaderos, más bien capos del narco.
Desesperados por el rumbo que tomaban los próximos comicios, los vecinos de la cabecera municipal conformaron un comité cívico que representara sus intereses. A la hora de marcar papeletas, los votantes elegirían entre doce candidatos a alcalde. Las posibilidades de Pluvio Gómez se veían reducidas un poco más.
Contra toda lógica, sucedió que nadie quedó electo. El voto mayoritario había elegido una casilla sin candidato pero con partido. El alcalde ganó los comicios aun sin participar, o lo que eso significara. Pedrón quedó segundo por un estrecho margen. Mientras tanto Pluvio Gómez se iba a casa con dos miserables votos: la peor humillación de su existencia. Ni siquiera su planilla había depositado el voto de confianza. Solamente su esposa –pensó–, en un desconcertante lapsus de compañerismo o piedad. Intentó ser positivo: «en las próximas elecciones me lanzo por URNG».
Cuando su esposa por curiosidad le preguntó por el recuento final, se resignó a decirle la patética verdad: dos votos. Sin más, la mujer reaccionó: «¡Tenés casera, vá cerote!»