Oscar Clemente Marroquín

ocmarroq@lahora.gt

28 de diciembre de 1949. Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales, Periodista y columnista de opinión con más de cincuenta años de ejercicio habiéndome iniciado en La Hora Dominical. Enemigo por herencia de toda forma de dictadura y ahora comprometido para luchar contra la dictadura de la corrupción que empobrece y lastima a los guatemaltecos más necesitados, con el deseo de heredar un país distinto a mis 15 nietos.

post author

Alguien decía recientemente que si suponemos que los políticos son personas interesadas en hacer algo por el país y por la población, se debe esperar de ellos un mayor compromiso, criterio que pasa por alto el nivel de descomposición que hay entre la llamada clase política, al punto de que prácticamente no quedan aquellos que tenían siquiera mínimo interés en trabajar por el bien común, pues el terreno se ha llenado con la semilla de la corrupción que resulta más contagiosa que el mismo virus del Covid-19.

Hace varias décadas eran mayoría los ciudadanos que participaban en política por ideales puros, de servicio a la comunidad y para promover sus ideas respecto a la solución de los problemas del país, pero esa realidad empezó a cambiar en la medida en que el poder se fue convirtiendo en oportunidad para hacer negocios y que cada quien lleve más agua a su molino. Por supuesto que hay excepciones, como todo en la vida, pero son tan pocas que no tienen un peso específico ni la influencia suficiente para marcar el rumbo de los acontecimientos. Es más, muchos de los que se sienten honestos y a lo mejor no se han corrompido, tampoco se atreven a desafiar al sistema que de una u otra manera les da de comer.

Es en la clase política donde más se puede notar ese deterioro de la calidad de los actores, pero si nos fijamos bien veremos que lo mismo ocurre con las élites en donde la mediocridad se adueñó de los espacios que les fueron cedidos por los que, tras bambalinas, siguen siendo los verdaderos dueños del circo. Como el papel que les toca jugar a quienes figuran es cada vez más abyecto, se debe recurrir a quienes estén dispuestos a cualquier cosa, asunto que no interesa a los que tienen una pizca de talento.

El problema se agrava porque cuando alguien bien intencionado, con aquellos inspiradores ideales que hicieron florecer fuertes liderazgos, se interesa por la participación política, pronto se da cuenta de que, por fuerza, se tiene que meter en el pantano porque todo el sistema es pantanoso y resulta prácticamente imposible encontrar alguna organización que se interese por esa clase de gente. De hecho, las candidaturas son muchas veces vendidas a alto precio, mismo que pagan aquellos que saben cómo pueden no solamente recuperar su “inversión”, sino sacar todavía un montón de ganancia.

En el diseño de la supuesta democracia iniciada en 1985 se alentó la libre organización de partidos políticos, reduciendo los requisitos de la legislación anterior que hacían prácticamente imposible la creación de nuevas entidades de derecho público. Pero el remedio resultó peor que la enfermedad porque el resultado es que desaparecieron los verdaderos partidos y surgieron las empresas políticas que se organizan como instrumento para recaudar dinero.

Y entre la élite que los financia y los políticos que se venden para empezar su ruta a la corrupción, el resultado que tenemos es esta mediocridad que cada cuatro años nos permite hundirnos más y más, sin que logremos alcanzar un fondo. Por ello, pensar ahora en políticos bien intencionados que quieren lo mejor para la gente es una dura y cruel fantasía.

Artículo anteriorLa cena de hoy en NY, las inversiones para el país y lo que debería ser el pacto
Artículo siguienteSoberanía: el escudo