BrendaCarol Morales
—Ser tío es una tarea ingrata, injusta y mal remunerada, pensó, mientras terminaba de bañarse. Desde que sus sobrinos cumplieron unos ocho o diez años fueron alejándose, abochornados, avergonzados de su pobre tío Rogelio como le dijo alguna vez su sobrina Berenice. Se sacudió el pelo y movió la cabeza para un lado y para el otro, en un intento de apartar también sus pensamientos. Desde que cumplió sesenta años, se le volvió costumbre enfrascarse en todo tipo de reflexiones, a más dispares, como esa, tan estéril e inoportuna.
«Su problema de la bebida», como solían referirse todos a su alcoholismo, lo marginó de las reuniones familiares, algo que, dicho sea de paso, lo eximió de asistir a esas fiestas en las que no hallaba de qué hablar. No participar se volvió un alivio: cero comentarios malignos, cero miradas cargadas de pobreteo, cero consejos «bienintencionados», cero intentos fallidos de permanecer sobrio y arreglarse «decentemente» para no desentonar en la familia. Suspiró, mientras terminaba de vestirse.
Como cada mañana desde que separó de su mujer —Gracias a Dios se fue esa bruja y me dejó en paz— pensó, se preparó una taza de café instantáneo algo ralo, embadurnó un pan con un poco de frijoles de lata, recalentados, sacó de una bolsa una champurrada para remojar en el café y se dispuso a desayunar.
Por un momento se concentró en ver cómo se deshacía la champurrada dentro de la taza. Sin querer recordó las tardes cuando pasaba con sus sobrinos…eran casi tan deliciosas como su trabajo de pintor de rótulos. No ganaba mucho y era muy agotador trabajar bajo el sol, pero eso le permitía ser creativo y dibujar paisajes o figuras míticas. Al casarse tuvo que dejar todo lo que tanto le gustaba porque su padre y su esposa lo conminaron a buscar algo más lucrativo. Con pesar, aceptó trabajar en el campo de la construcción. El sacrificio fue inútil. A los pocos meses, su mujer perdió al bebé y nunca lograron tener uno. « ¡Ah!… Si tan solo hubiera tenido un hijo…» Casi por inercia encendió el televisor:
–Gobierno cierra el país por tres días. Ayer, 13 de mayo, el presidente anunció en cadena nacional que a partir de hoy habrá cierre total en el país, restringiendo la libre locomoción de la población. La restricción de movilidad empezó anoche y terminará este lunes 25 de mayo a las 5:00 horas -señaló el presentador.
—Vaya, con tantas restricciones no puedo uno salir a echarse un traguito como Dios manda, además, ¡qué joder!, ¿cómo voy a comer si no me dejan entrar al mercado, dizque porque estoy viejo?… ¡cómo si no lo supiera! No tengo quién por mí. ¡Qué solo me siento!, pensó.
Casarse le causó mucha frustración y temor. Sin saber cuándo ni cómo, empezó a beber. Al hacerlo, todo «le valía madre», se le quitaba la timidez, podía hablar, bromear, carcajearse… Aunque quería detenerse, era embriagante embriagarse. Si se embriagaba era para cumplir su sino. Nadie tiene la culpa de no ser un Ulises amarrado para no dejarse engatusar por las sirenas. Se aficionó tanto a los cantos de sirenas del licor que primero se cansó su mujer y, un día, dando un fuerte portazo, se fue.
Otra noticia en la televisión lo sacó de su ensimismamiento.
–No hay despedidas para los que mueren por Covid 19. Un joven solitario, una caja fúnebre en la que reposa el cuerpo de su mamá. Sin más compañía que un teléfono móvil. Así son las despedidas por el coronavirus, sin funerales y despedidas afuera del camposanto-, concluyó la reportera.
—Uf… esta condenada enfermedad es la enfermedad de la soledad, pensó. —Es mi enfermedad. Si me muriera, nadie en el cementerio echaría color que no es por solitario y hasta pensarían que hay mucha gente llorando por mí y sufriendo por no acompañarme. -Ja, ja, ja, ja, ja- rio.
Apagó el televisor y salió a la calle a buscar el traguito mañanero. Fue a tocar a la ventana de una de sus cantinas, la popular Aquí me quedo. Doña Eluvia lo regañó por tocar la ventana tan temprano y no llevar mascarilla. -Mire don Rogelio, que me va a caer la policía y luego usted no me va a pagar la multa, protestó. -No sea malita doña Luvis, ¿no ve que estoy de goma? Al final, como siempre, le vendió el licor «para el camino». Se juntó a platicar con algunos compañeros y, sin precaución, bebieron hasta emborracharse. Con paso vacilante, se fue a su casa un poco antes de que empezara el toque de queda.
Unos días después, sintió que le ardía la garganta y le dolía la cabeza. Sin embargo, fiel a su costumbre se fue a pedir «su traguito del día» y se juntó con sus compañeros.
Por la noche, la fiebre ya era demasiado alta y la tos no lo dejó pegar ojo; la siguiente mañana no pudo salir, se sintió muy débil. Unos días más y percibió que al respirar se le juntaban los pulmones, dejándole apenas un hilito por donde pasaba el aire al cuerpo. Con el hábito de ser silencioso y no molestar a nadie, esperó hasta que saliera el sol para ir a buscar ayuda, mas, apenas abrió la puerta, se desplomó. Los vecinos, asustados, gritaron pero ninguno se atrevió a acercarse. Llamaron a los bomberos y a la policía y, dos horas después, hasta que estos lo movieron, comprobaron que había muerto. Los vecinos pidieron que se desinfectara la colonia entera y se tomaran medidas porque el viejito bolo seguramente murió de covid-19. El alboroto fue tal que se presentaron varios noticieros.
No hubo velorio. A su funeral solo fueron su hermana y su sobrina Berenice, por «caridad cristiana». En verdad, esa enfermedad fue la enfermedad de su soledad. ¡Ah! eso de ser el pobre tío Rogelio, en tiempos de soledad y aislamiento…