Ahora que los guatemaltecos al final terminamos por entender que el problema del país es la existencia de un sistema podrido y corrupto, es importante entender que el fenómeno no surgió ahora sino que el modelo se fue fraguando a lo largo de muchos años, de muchos períodos constitucionales en los que se fue colocando, ladrillo a ladrillo, el muro de la impunidad que ha sido el perfecto aliciente para facilitar el saqueo inmisericorde de los fondos públicos.

Y es importante entenderlo porque hoy tenemos los ojos puestos y absolutamente fijos en los personajes que están ahora en el candelero político, pero no podemos pasar la página y desentendernos del pasado. Cuando se rechaza la candidatura del expresidente Portillo porque no califica como persona honorable, es justo que nos preguntemos si sus colegas expresidentes tienen derecho a ser considerados honorables cuando en sus respectivos gobiernos se realizaron negocios que enriquecieron, por lo menos, a los allegados al poder si no es que directamente a los gobernantes.

El tema del contrabando viene de muy lejos, desde que en el marco de la doctrina de seguridad nacional se dispuso que las Aduanas eran estratégicas y que tenían que estar bajo control de las fuerzas armadas, hecho que sucedió en tiempos de Lucas. Antes el contrabando existía, pero sin disponer de una estructura vertical como la que ahora se vio en «La Línea» y que ya antes se materializó en el caso Moreno que, por cierto, se quedó con ese individuo que era un operador visible, pero nunca se llegó a los meros cabecillas.

Esa estructura ha funcionado fácilmente por los últimos 40 años y hoy vemos que muchos que fueron ministros y hasta presidentes del directorio de la SAT pontifican sobre la corrupción actual sin decir que bajo sus barbas, con o sin su consentimiento, la trama funcionó exactamente igual. En materia de corrupción hechor y consentidor pecan por igual y los funcionarios que tuvieron la responsabilidad de dirigir el tema fiscal y no dijeron ni pío ante la corrupción, tienen poca autoridad moral para ser ahora los que se rasgan las vestiduras por la corrupción.

Hemos tenido gente «honrada» que pasa por los puestos públicos, cobra su sueldo y goza de los privilegios, y a lo mejor no se embolsa ni un centavo del erario, pero dejan que todo mundo haga feria con los recursos públicos y no denuncian absolutamente nada para no perder el chance. Ni siquiera cuando los echan tienen el valor cívico de denunciar la podredumbre y no es sino ahora, cuando hay clamor ciudadano, que se les oye hablar del tema.

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