Corazón palpitando la cara enrojecida, las extremidades que no cesan de moverse y por otro lado, miedo, pavor, son marcas de presencia de la imaginación; de su calor innato. Tales movimientos son traducidos a acciones intencionales o funcionales del alma. Fueron diseñados por la naturaleza para ayudar al organismo en su comportamiento relativo al objeto de deseo o aversión dicen los médicos renacentistas. Thomas Wright (1604) resumió este mecanismo de la siguiente manera: Cuando imaginamos cualquier cosa, actualmente los espíritus más puros, acuden en masa desde el cerebro, por ciertos canales secretos al corazón, donde lanzan al dore, lo que significa que se presentó un objeto, conveniente o inconveniente para ello. El corazón inmediatamente se inclina, ya sea para perseguirlo o para evitarlo: y para lograr mejor ese efecto, atrae otros humores para ayudarlo, y así en el placer concurren gran cantidad de espíritus puros; en el dolor y la tristeza, mucha sangre melancólica; en ira, sangre y cólera, etc.
Se creía y aun se cree, que la imaginación era tan poderosa para inducir cambios fisiológicos, que se decía que imprimía características en los embriones en el útero. Así Charron en 1601 afirmaba que la imaginación «marca y deforma, es más, a veces mata a los embriones en el útero, acelera los nacimientos o provoca abortos«. En el momento de la concepción, ambos padres podían participar en la impronta, cuya eficacia variaba según la fuerza de sus poderes imaginativos.
Según C. E. McMahon, para los médicos, la clave para comprender tal teoría, radicaba en reconocer que las imágenes se entendían como una realidad fisiológica, tanto como hoy se considera una realidad psicológica. Para aquellos médicos, cuando una imagen se convertía en obsesión, invadía el cuerpo, vendaba el corazón, se aferraba a los tendones y vasos y dirigía la carne según su propia inclinación. A partir de ello y muy pronto, su esencia se manifestaba en la tez, el semblante, la postura y el modo de andar de su víctima. La imaginación tenía mayores poderes de control que la sensación y, por lo tanto, la anticipación de un evento temido, era más dañina que el evento mismo; horror a la muerte con la misma autenticidad que una herida infligida externamente. Una fuerte imaginación de una enfermedad particular, como fiebre, parálisis o asfixia, era suficiente para producir sus síntomas. Según las investigaciones McMahon, incluso el tema religioso se analizaba sin pasión tal como lo afirmaba en 1633 Lemnius con la ocurrencia de estigmas: Y así la contemplación de Cristo clavado en la Cruz, imprimió ciertas rayas, sellos y marcas en las manos y pies de San Francisco.
En la medida en que la imaginación era un proceso perceptivo, un dolor «imaginario», por ejemplo, era un dolor sentido; la ceguera ‘imaginaria’ era la incapacidad de ver. El médico, por lo tanto, invariablemente creía en la queja de su paciente. Burton en 1621, describió una gran variedad de tales trastornos de la imaginación, que incluían varias formas de locura. En su opinión, el proceso digestivo estaba centralmente implicado en la producción de enfermedades en las que la imaginación era la causa principal. La facultad trastornada provoca alteración y confusión de espíritus y humores, por medio de los cuales, tan perturbada, se impide la mezcolanza, y las partes principales están muy debilitadas. Otro médico, Nymannus, eligió el horror de la muerte, como la emoción más patógena, porque sus imágenes se inclinaban hacia la enfermedad y la morbilidad. Por la misma razón, los médicos prestaron abundante atención a la melancolía. Robert Burton, autor del frecuentemente citado Anatomía de la melancolía, atribuyó esta enfermedad a una sola causa: la imaginación perturbada. La melancolía estaba estrechamente ligada a la hipocondría porque, en ambos casos, la imaginación del enfermo estaba persistentemente ocupada en concebir enfermedades: «La imaginación es eminente en todos, así que más especialmente se enfurece en las personas melancólicas, al mantener las especies de objetos por tanto tiempo, confundiéndolas, amplificándolas por la meditación continua y fuerte, hasta que al final produce efectos reales, y causa esta y muchas otras enfermedades. La imaginación perturbada presentaba a su poseedor, pobres reflejos de la realidad objetiva.
Y entonces siendo la imaginación distorsión de realidad, se concibe como trabajo del médico el control de la imaginación. Las distorsiones, ya fueran internas, somáticas (parálisis, pérdida de sensibilidad, etc.) o externas, experienciales (persecución de enemigos, creencia de que uno es un rey, etc.), debían ser desarraigadas por el médico. Todo lo que se ve pasa por las puertas de la imaginación, y una imaginación empalagosa, interpone una niebla entre la razón comprensiva de uno y la cosa misma. El melancólico interpreta los hechos como corresponde a su estado de miseria y debilidad. El colérico en estado de miedo, percibe amenazas y agresiones donde el inexcitable flemático no ve nada. La víctima del mal de amores ve repetidamente el rostro de su amante en los semblantes de los demás. Los informes familiares de espectros y apariciones similares fueron imputados a la pasión del terror, que, por encima de todas las demás pasiones, engendra las imaginaciones más fuertes.
Entonces para muchos médicos, la imaginación era el blanco al que dirigir su ataque porque las imágenes eran las causas primarias de la patogénesis del círculo vicioso. A la secuencia imágenes-espíritus-humores-imágenes, se aplicó la máxima hipocrática ‘andan en un anillo’. Las pasiones no podían tratarse cuando estaban inflamadas, porque entonces la razón era impotente. Solo la eliminación de la imagen, podría curar el trastorno y prevenir su recurrencia.
En Instrucciones para trabajar la salud, en 1612 William Vaughan, delineó el procedimiento terapéutico general: El médico…debe intuir y idear algún espectáculo espiritual para fortalecer y ayudar a la facultad imaginativa, que está corrompida y depravada; sí, debe esforzarse por engañar e imprimir otro concepto, ya sea sabio o tonto, en el cerebro del paciente, para así eliminar todas las fantasías anteriores”. La imaginación era la realidad de su paciente. El médico nunca debe contradecir, ni siquiera las afirmaciones más escandalosas. Más bien, simpatizar con la queja, analizar la perturbación de la imaginación e idear un sustituto para ocupar su lugar. El médico astuto nos señala McMahon era aquel que «recurre a menudo a engaños ingeniosos» en un esfuerzo por restablecer el equilibrio rectificando un desequilibrio. De tal manera que, el médico, utilizaba el principio de los opuestos. Una emoción de una cualidad opuesta, podría restablecer el equilibrio si fuera cuantitativamente proporcional a la que domina. Por lo tanto, era necesario que un paciente abriera su corazón a su médico, o al aliado del médico. La terapia comenzaba con una indagación minuciosa sobre la perturbación de la imaginación.
Nos señala McMahon, que se emplearon otros tratamientos contra la imaginación, pero con otro enfoque, entre ellos las sangrías (que permitían escapar los humores y espíritus predominantes), el opio y el vino (que en ciertos casos ayudaban a restablecer el equilibrio al inducir el estado contrario) y músicas diversas. En una obra titulada “Oratio de Imaginatione” escrita por 1593, Nymannus dedicó un capítulo aparte al uso terapéutico de la música. La consideró especialmente valioso en la artritis, pero podría usarse para calmar o excitar, según la necesidad. Otra importante forma de terapia precartesiana implicaba la administración de remedios sin poder curativo inherente. Se creía que estos aparentes «placebos» habían adquirido poder curativo a través de su asociación con la magia, el misticismo y la filosofía oculta de esa era y de las anteriores. Inducción o eliminación de enfermedades mediante brujería o hechicería, por ejemplo, fue atribuido por pensadores ilustrados, a la teoría del cambio fisiológico producido por la imaginación. Los mecanismos hipotéticos de estos fenómenos, eran idénticos a los postulados para la enfermedad autoinducida, donde la imaginación desempeñaba un papel causal. La única distinción entre los dos procesos fue la impartición, en lugar de la autogeneración, del factor de imágenes.
Nos dicen las investigaciones de C. E. McMahon, que había dos medios por los cuales se podía impartir una imaginación: por la acción deliberada de un médico, o por «contagio» de otra fuente humana. Este último caso fue discutido extensamente por Paracelsus, Cardano, Mizaldus y Weyer. Las imágenes eran comunicables debido a su gran fuerza o poder. La imaginación domina tan imperiosamente nuestros cuerpos…que funciona tanto en los demás como en nosotros mismos‘. Así bostezamos al ver el bostezo de otro; salivamos ante la respuesta a la descripción de otra persona de la buena cocina. Incluso en el caso de la brujería, que en aquella época estaba rodeada de un aura de misterio aterrador, se creía que la simple comunicación de una imagen apropiada, producía una enfermedad en la víctima. De la misma manera: Los hombres, si ven a otro hombre temblar, mareado o enfermo de alguna enfermedad terrible, su aprensión y temor es tan fuerte en este tipo, que tendrán la misma enfermedad. O si algún adivino, sabio, adivino o fisioterapeuta les dice que tendrán una enfermedad tal, que la aprehenderán tan seriamente que instantáneamente. El jesuita Riccio decía que algo similar sucedía en China “si se les dice que estarán enfermos en tal día, cuando llegue ese día seguramente estarán enfermos, y estarán tan terriblemente afligidos, que a veces morirán en él.
Tal y como señala C. E. McMahon, el principio subyacente en la inducción de la enfermedad por la imaginación, era idéntico al que subyace en su remisión o curación. Los médicos asumieron que las creencias y supersticiones instrumentales en la producción de enfermedades, podrían usarse con la misma eficacia para curarlas. Así encuentra McMahon, que distinguidas figuras médicas como Pomponatius, Goclenius, Cardano y Burton, escribieron defensas del uso de hechizos, cánticos, encantamientos, caracteres, talismanes, curas magnéticas, etc. ‘Todo el mundo sabe que no hay virtud en tales encantos‘, argumentó Pomponatius, salvo su potencial para dominar la imaginación: ‘que fuerza un movimiento de los humores, espíritus y sangre, que quita la causa de la enfermedad de las partes afectadas. Lo mismo que decimos de todos nuestros efectos mágicos, curas supersticiosas, y las que hacen los saltimbanquis y los magos.
El éxito o el fracaso de las curas por alteración de la imaginación, dependía de un aspecto de la relación médico-paciente. Para tener alguna eficacia terapéutica, una imaginación tenía que estar firmemente implantada y ser capaz de perseverar. Esto no podría ocurrir, a menos que el paciente confiara incondicionalmente en las palabras y prácticas de su médico. La fe en la competencia del médico, era un requisito previo. En este contexto, Agrippa aconsejó que tanto el paciente como el médico, deben afectar con vehemencia, imaginar, esperar y creer firmemente que eso será de gran ayuda. Y se verifica entre los médicos, que una fuerte creencia, y una indudable esperanza y amor hacia el médico y la medicina, conducen mucho a la salud; más aún a veces, que la medicina misma. Porque lo mismo que obra la eficacia y virtud de la medicina, así obra la fuerte imaginación del médico, pudiendo cambiar las cualidades en el cuerpo del enfermo, especialmente cuando el paciente pone mucha confianza en el médico, por eso significa estar dispuesto a recibir la virtud del médico y de la física (Agripa 1510). Se suponía que la imaginación era capaz de mediar entre la volición y las funciones vegetativas o autonómicas, creando así el potencial para el control consciente de las llamadas funciones «involuntarias».
¿Qué pasó con este tipo de teoría médica? No se puede encontrar un culpable, como sucede con toda teoría que se abandona, sino todo un proceso cultural, que en nuestro caso lo representa muy bien Descartes.
Cuando Descartes redefinió el alma como sustancia inmaterial o mente, se le quitó irrevocablemente el papel de la imaginación al proceso de la enfermedad. Siguió una era en la que se negaba la existencia de la «enfermedad mental». ¿Cómo, se preguntó Descartes, es posible que una «sustancia inmaterial» esté «enferma? En la era precartesiana, la medicina era invariablemente holística o psicosomática. En el post-cartesiano, dualisticera. La fisiopatología mecanicista ganó ascendencia, y los eventos psicofisiológicos fueron prohibidos por motivos lógicos. El dualismo cartesiano, sigue siendo la base determinante de la teoría y la práctica contemporáneas, de ahí la búsqueda de «correlaciones» sea la única metodología de investigación lógicamente defendible. Los conceptos de causalidad, sin embargo, conducen más a una terapia eficaz que las correlaciones, y son los conceptos de causalidad, los que nos colocan en los aprietos lógicos más difíciles. El dualismo cartesiano hizo que la ocurrencia de cualquier evento psicofisiológico, fuera una imposibilidad tanto biológica como lógica.