La violencia y lo sagrado
EL SACRIFICIO

En numerosos rituales, el sacrificio se presenta de dos maneras opuestas, a veces como una «cosa muy santa» de la que no es posible abstenerse sin grave negligencia, y otras, al contrario, como una especie de crimen que no puede cometerse sin exponerse a unos peligros no menos graves.

Para explicar este doble aspecto, legítimo e ilegítimo, público y casi furtivo, del sacrificio ritual, Hubert y Mauss, en su Essai sur la nature et la fonction du sacrifice[i], invocan el carácter sagrado de la víctima. Es criminal matar a la víctima porque es sagrada… pero la víctima no sería sagrada si no se la matara. Hay en ello un círculo que recibirá al cabo de cierto tiempo, y sigue conservando en nuestros días, el sonoro nombre de ambivalencia. Por convincente y hasta impresionante que siga pareciéndonos este término, después del asombroso uso que de él ha hecho el siglo XX, tal vez sea el momento de reconocer que no emana de él ninguna luz propia, ni constituye una verdadera explicación. No hace más que señalar un problema que sigue esperando su solución.

Si el sacrificio aparece como violencia criminal, apenas existe violencia, a su vez, que no pueda ser descrita en términos de sacrificio, en la tragedia griega, por ejemplo. Se nos dirá que el poeta corre un velo poético sobre unas realidades más bien sórdidas. Es indudable, pero el sacrificio y el homicidio no se prestarían a este juego de sustituciones recíprocas si no estuvieran emparentados. Surge ahí un hecho tan evidente que parece algo ridículo, pero que no es inútil subrayar, pues en materia del sacrificio las evidencias primeras carecen de todo peso. Una vez que se ha decidido convertir al sacrificio en una institución «esencialmente» —cuando no incluso «meramente»— simbólica, puede decirse cualquier cosa. El tema se presta de modo admirable a un determinado tipo de reflexión irreal.

  1. Sacado de l’Année sociologique, 2 (1899).

Existe un misterio del sacrificio. La piedad del humanismo clásico adormece nuestra curiosidad, pero la frecuentación de los autores antiguos la despierta. Hoy el misterio es más impenetrable que nunca. Tal como le manipulan los autores modernos, no alcanzamos a saber si predomina la distracción, la indiferencia o una especie de secreta prudencia. ¿Nos encontramos ante un segundo misterio o sigue siendo el mismo? ¿Por qué, por ejemplo, nunca se plantean preguntas sobre las relaciones entre el sacrificio y la violencia?

Algunos estudios recientes sugieren que los mecanismos fisiológicos de la violencia varían muy poco de un individuo a otro, e incluso de una cultura a otra. Según Anthony Storr, en Human Agression (Atheneum, 1968), nada se parece más a un gato o a un hombre encolerizado que otro gato u otro hombre encolerizado. Si la violencia desempeñaba un papel en el sacrificio, por lo menos en determinados estadios de su existencia ritual, encontraríamos ahí un interesante elemento de análisis, por ser independiente, por lo menos en parte, de unas variables culturales con frecuencia desconocidas, mal conocidas, o menos bien conocidas, tal vez, de lo que suponemos.

Una vez que se ha despertado, el deseo de violencia provoca unos cambios corporales que preparan a los hombres al combate. Esta disposición violenta tiene una determinada duración. No hay que verla como un simple reflejo que interrumpiría sus efectos tan pronto como el estímulo deje de actuar. Storr observa que es más difícil satisfacer el deseo de violencia que suscitarlo, especialmente en las condiciones normales de la vida social.

Decimos frecuentemente que la violencia es «irracional». Sin embargo, no carece de razones; sabe incluso encontrarlas excelentes cuando tiene ganas de desencadenarse. Por buenas, no obstante, que sean estas razones, jamás merecen ser tomadas en serio. La misma violencia las olvidará por poco que el objeto inicialmente apuntado permanezca fuera de su alcance y siga provocándola. La violencia insatisfecha busca y acaba siempre por encontrar una víctima de recambio. Sustituye de repente la criatura que excitaba su furor por otra que carece de todo título especial para atraer las iras del violento, salvo el hecho de que es vulnerable y está al alcance de su mano.

Como lo sugieren muchos indicios, esta aptitud para proveerse de objetos de recambio no está reservada a la violencia humana. Lorenz, en La Agresión (Siglo XXI 1968), habla de un determinado tipo de pez al que no se puede privar de sus adversarios habituales, sus congéneres machos, con los cuales se disputa el control de un cierto territorio, sin que dirija sus tendencias agresivas contra su propia familia y acabe por destruirla.

Conviene preguntarse si el sacrificio ritual no está basado en una sustitución del mismo tipo, pero que camina en sentido inverso. Cabe concebir, por ejemplo, que la inmolación de unas víctimas animales desvíe la violencia de algunos seres a los que se intenta proteger, hacia otros seres cuya muerte importa menos o no importa en absoluto.

Joseph de Maistre, en su Eclaircissement sur les sacrifices, observa que las víctimas animales siempre tienen algo de humano, como si se tratara de engañar lo mejor posible a la violencia:

«Siempre se elegía, entre los animales, los más preciosos por su utilidad, los más dulces, los más inocentes, los más relacionados con el hombre por su instinto y por sus costumbres…

»Se elegía en la especie animal las víctimas más humanas, en el caso de que sea legítimo expresarse de este modo.»

La etnología moderna aporta en ocasiones una confirmación a este tipo de intuición. En ciertas comunidades pastoriles que practican el sacrificio, el ganado está estrechamente asociado a la existencia humana. En dos pueblos del Alto Nilo, por ejemplo los nuer, estudiados por E. E. Evans-Pritchard, y los dinka, estudiados más recientemente por Godfrey Lienhardt, existe una auténtica sociedad bovina, paralela a la sociedad de los hombres y estructurada de la misma manera.[ii]

En todo lo que se refiere a los bovinos, el vocabulario nuer es extremadamente rico, tanto en el plano de la economía y de las técnicas como en el del rito e incluso de la poesía. Este vocabulario permite establecer unas relaciones extremadamente precisas y matizadas entre el ganado, por una parte, y la comunidad por otra. Los colores de los animales, la forma de sus cuernos, su edad, su sexo, su linaje, diferenciados y rememorados en ocasiones hasta la quinta generación, permiten diferenciar entre sí las cabezas de ganado, a fin de reproducir las diferenciaciones propiamente culturales y constituir un auténtico doble de la sociedad humana. Entre los nombres de cada individuo, siempre hay uno que designa igualmente a un animal cuyo lugar en el rebaño es homólogo al de su amo en la comunidad.

Las peleas entre las subsecciones tienen con frecuencia al ganado por objeto: todos los daños y perjuicios se regulan en cabezas de ganado; las dotes matrimoniales consisten en rebaños. Para entender a los nuer, afirma Evans-Pritchard, hay que adoptar la máxima «Cherchez la vache». Entre estos hombres y sus rebaños existe una especie de «simbiosis» —la expresión sigue siendo de Evans-Pritchard— que nos ofrece un ejemplo extremo y casi caricaturesco de una proximidad característica, en diferentes grados, de las relaciones entre las sociedades pastoriles y sus ganados.

Las observaciones hechas sobre el terreno y la reflexión teórica obligan a recuperar, en la explicación del sacrificio, la hipótesis de la sustitución.

Esta idea es omnipresente en la literatura antigua sobre el tema. Y ésta es la razón de que muchos modernos la rechacen o le concedan un mínimo espacio. Hubert y Mauss, por ejemplo, desconfían de ella, sin duda porque les parece arrastrar un universo de valores morales y religiosos incompatibles con la ciencia. Y no cabe duda de que un Joseph de Maistre, por ejemplo, siempre ve en la víctima ritual a una criatura «inocente», que paga por algún «culpable». La hipótesis que proponemos elimina esta diferencia moral. La relación entre la víctima potencial y la víctima actual no debe ser definida en términos de culpabilidad y de inocencia. No hay nada que «expiar». La sociedad intenta desviar hacia una víctima relativamente indiferente, una víctima «sacrificable», una violencia que amenaza con herir a sus propios miembros, los que ella pretende proteger a cualquier precio.

Todas las características que hacen terrorífica la violencia, su ciega brutalidad, la absurdidad de sus desenfrenos, no carecen de contrapartida: coinciden con su extraña propensión a arrojarse sobre unas víctimas de recambio, permiten engañar a esta enemiga y arrojarle, en el momento propicio, la ridícula presa que la satisfará. Los cuentos de hadas que nos muestran al lobo, al ogro o al dragón engullendo vorazmente un gran pedrusco en lugar del niño que deseaban, podrían muy bien tener un carácter sacrificial.

 

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