Adriana Casasola
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Antropóloga
Guatemala, un paraíso (fiscal): siempre convulsa, siempre diversa, hija de la violencia, madre de la incertidumbre. Aquí, pareciera que obnubilarse de patriotismo es la única opción para sobrevivir, defendiendo la fantasía de la eterna primavera que, a pesar de la creencia popular, a pocos se les revela tal florecer. En cualquier definición teórica sabemos que el ciudadano se describe como cada individuo dotado de derechos que habita el territorio y participa del devenir del país. Sin embargo, la ciudadanía representa más que una construcción jurídica. Ante cualquier vulneración de los derechos políticos, la participación se vuelve ficticia, y, en Guatemala, hace tiempo que la ciudadanía es una ficción. Pero la esperanza de dignidad vive, porque de sueños se nutren los estómagos vacíos que, en nuestro país, representan el 50% de la población; y esto no tiene que ver con idealismos, sino con convicciones, con instinto de supervivencia que nada tiene de ilusorio.
Al descartar el capricho populista del gobierno, podemos dejar de defender “el segundo himno más bello del mundo” en el discurso septembrino, y en su lugar podemos voltear a ver al elefante en la habitación. Hay rankings -verídicos- más importantes que gritan por ser atendidos y cuestionados y en los que el país figura en los tops: comencemos con el Motagua como el río más contaminado del mundo; o que tal ser uno de los cuatro países con mayores violaciones a los Derechos Humanos; o el país 150 de 180 en índices de corrupción, y un largo etcétera. ¿No deberían los procesos establecidos garantizar la efectividad en sus gestiones y proteger los intereses del pueblo? Se supone que existen instituciones encargadas de hacer cumplir los acuerdos constitucionales ante las libertades ilícitas que tienden a tomarse los grandes poderes del Estado. Pero la cooptación institucional obstaculiza los procesos y empaña las gestiones en alianzas macabras entre gobierno, crimen organizado y sector privado que apesta a rancio. No cabe duda de que, en Guatemala, lo único transparente en política es su corrupción. Ampliamente se ha abordado el problema de la desconfianza social y sus expresiones institucionalizadas en la esfera pública en América Latina; y es que, la paradoja de la democracia radica en ser el único sistema que alberga en su seno el mecanismo para su propia destrucción. Es por ello que las democracias requieren una ciudadanía informada y activa, un trabajo que representa una toma de conciencia paulatina y la reivindicación de los propios derechos individuales y sociales.
Cada época tiene sus frentes de lucha y sus héroes de carne y hueso que, con el paso del tiempo, desaparecen de la memoria colectiva. Recordados por aquellos que intentan seguir sus pasos, o por aquellos que temen el eco de sus voces. Tal vez esto suceda porque su máxima moral descansaba en el huidizo sueño utópico de lograr un cambio social radical y permanente en aras del bien común; son personas que se entregaron a sus ideales intentando mejorar la vida de su gente. Los mártires de la historia representan convicciones, y si bien la certeza de sus luchas no debe olvidarse, es importante transitar a otras formas de acción conjunta porque servimos más vivos y en movimiento. En ese sentido, la destrucción de la ficción ciudadana comienza su labor en la auditoria social, en exigir que las instituciones cumplan con su propia tarea de fiscalización y cumplimiento de la ley y garantía de los derechos sociales y políticos. No cambiaremos el mundo hoy, pero podemos empezar a intentarlo.