Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Adolfo Mazariegos

La luz roja del semáforo hizo que me detuviera en aquella esquina. Esperé un momento, resignado, mientras el tráfico de la tarde hacía gala de ese congestionamiento suyo que a veces ya nos es tan familiar y que, a pesar de padecerlo probablemente con paciencia, no deja de convertirse en un tortuoso y desesperante broche de oro con el que algunos damos final a nuestro día a día. El instante parecía eterno, o por lo menos lo suficientemente largo como para permitirme volver la vista hacia la izquierda y detenerla allí un instante. Un instante eterno y fugaz al mismo tiempo en el que la película de una infantil vida pasó presurosa frente a mí, como una pequeña ave migratoria que va buscando la protección de un sol que ya se oculta cuando empieza el cielo a llorar. Y pude verla allí, de nuevo, dando pasos lentos sobre el arriate central de la amplia calle que ya se ha convertido en una suerte de extensión del patio de una casa. Una casa que le es ajena y que seguramente nunca podrá a ciencia cierta conocer, aunque la imagine. Lucía delgada, muy delgada, con esos jeans azules ajustados que dejaban ver la flacura de su cuerpo aún pequeño, menudo, como de maniquí infantil de los que utilizan en las tiendas para exhibir las prendas nuevas. Un maniquí que vi de pequeñita, cuando aún no se había tornado de madera, cuando tal vez ni ella imaginaba que los años pasarían sin permitirle dejar aquella esquina transformada en parte de su propio hogar. Pero ya no estaba sola. Y quizá eso sea lo más doloroso: su pequeña hija de tal vez un par de años le acompaña, viendo cómo su madre ofrece las frituras y golosinas con las que a lo mejor le compra el pan, enseñándole, sin percatarse, el oficio con el que quién sabe si dará continuidad al círculo en el que ya se ve inmersa sin saber. Sí, allí estaba. Como el año pasado. Como hace dos años y hace tres y hace más. Mientras los autos pasaban presurosos y la gente corría porque ya empezaba a llover. Allí estaba. Y de pronto la vi correr también para abrazar a su pequeña y cubrirla evitando que la lluvia la mojara, pegando el brinco que le permitiera atravesar la calle y resguardarse en la pestaña de alguna cornisa cercana. Mañana será otro día. Quizá los dulces y las frituras resistan para empezar de nuevo una jornada con la cual retomar el impulso que ya la rueda había tomado. Quién sabe… No me di cuenta del cambio de luz. Tan sólo escuché la insistente bocina y una suerte de alarido que me exigía continuar la marcha. Presuroso continué. Encendiendo las luces y accionando el limpiabrisas, porque la lluvia empezaba a caer.

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