Cartas persas
Montesquieu
Usbek al primer eunuco negro, en su serrallo de Ispahán
Eres el fiel guardián de las mujeres más bellas de Persia. Te he confiado lo que más caro me era en el mundo. En tus manos tienes las llaves de esas puertas fatales que no se abren sino para mí. Mientras tú velas por ese depósito precioso a mi corazón, éste puede entregarse al descanso y gozar de una seguridad plena. Haces la guardia en el silencio de la noche así como en el tumulto del día. Tus cuidados infatigables sostienen la virtud cuando vacila. Si las mujeres que guardas quisieran escapar a su deber, tú les harías perder toda esperanza. Eres el azote del vicio y la columna de la felicidad.
Tú mandas sobre ellas y las obedeces. Tú cumples ciegamente todos sus deseos y al mismo tiempo les haces cumplir las leyes del serrallo. Haciéndoles los servicios más viles hallas tu gloria; con respeto y temor te sometes a sus órdenes legítimas; las sirves cual esclavo de sus esclavos. Pero recobrando el mando gobiernas igual que yo; como dueño, siempre que temes que se relajen las leyes del pudor y de la modestia.
Acuérdate siempre de la nada de la que yo te hice salir cuando eras el último de mis esclavos, para colocarte en ese puesto y con- fiarte las delicias de mi corazón. Guarda una actitud de profunda humildad ante aquellas que comparten mi amor, pero no dejes de hacerles sentir su extrema dependencia. Procúrales todos los place- res que puedan ser inocentes; distrae sus inquietudes, diviértelas con la música, los bailes, con bebidas deliciosas. Convéncelas de que se reúnan a menudo. Si quieren ir al campo, puedes llevarlas. Pero evita que algún hombre pueda aproximarse a ellas. Exhórtalas a la limpieza del cuerpo que es la imagen de la pureza del alma. Háblales de mí alguna vez. Quisiera verlas de nuevo en ese lugar encantador que ellas embellecen.
Adiós.
Tauris, 18 de la luna de Safar, 1711.