Eduardo Blandón
No te rindas que la vida es eso, continuar el viaje, perseguir tus sueños, destrabar el tiempo, correr los escombros y destapar el cielo.
Mario Benedetti
Puede que la vida esté constituida de monólogos, el discurso reiterativo con que opera nuestro cerebro. Como si el estado de la mente fuera un espacio cavernoso inapropiado para la música, las notas y variaciones dispuestas a la armonía. Todo lo contrario, el receptáculo que contiene los pensamientos parece grosero.
Esa imposibilidad hace de nosotros sujetos rumiantes. Ya podemos experimentarlo todo: el pensamiento es prisionero de su propio horizonte. Por ello, poco afectan los viajes, las historias y las relaciones porque el cedazo es el mismo y la criba, la esperada. Somos puntualmente predecibles.
Quizá todo se deba no únicamente al engranaje con que funcionamos, el mecanismo aprendido desde la infancia, sino a la falta de vigor de la inteligencia. Esa facultad es solo posibilidad mientras relaja su ejercicio. Es un miembro flácido cuya agilidad es la combustión que reduce con rutina.
En esas condiciones estamos privados de imaginación y ni siquiera sirve el arbitrio. ¿Para qué? Mientras gobierne la certidumbre no tiene caso exponerse a la duda. Así, en una falsa paz dejamos que se hunda el mundo, la sociedad, la familia y nosotros mismos. Vegetamos estériles timados en nuestro reducto.
Convendría solo activar las neuronas, ejercitarlas, comprender el mundo desde la diferencia. Vitaminar la mente, creer en nosotros mismos y salir al campo a guerrear. Convencernos de que podemos ser distintos, siempre tiernos, delicados y amorosos. Con voluntad de perdón y ánimo benevolente.
Precisamos de una estética renovada que nos humanice. Lo bello como restitución de lo que nos pertenece. El artificio que nos devuelva la dignidad. Quizá esa sea la tarea, recuperar el sentido artístico en un esfuerzo por cambiar la vida: el rostro, la imagen, las formas, pero, sobre todo, lo más profundo de nuestra alma.