Mario Alberto Carrera
Vivir más tiempo ¿para qué? ¿Para tener más ocasiones de pecar, de corromperse, de asesinar, de insultar a quien no lo merece? ¿O vivir más tiempo para esperar que el velo de Maya caiga y tras él aparezca el nirvana? ¿Vivir más tiempo para gozar, para sumergirse en la voluptuosidad o en el sibarita bocado del hartazgo? Vivir más tiempo ¿para pasar hambre, para desear no la mujer, sino el patrimonio del prójimo. O para llenarse hasta repletarse de parásitos, de enfermedades vergonzosas, para vivir en un hediondo palomar, en una insufrible chabola o covacha a las orillas de un barranco opulento de miasmas y detritus? Y sin embargo, desear vivir…
Me pregunto ¿por qué quiero vivir tanto? ¿Por qué quiero vivir más? Y la única respuesta que hallo de momento es porque estoy hecho de dos materias diferentes, una individual y personal, la otra cósmica y enraizada en el punto donde nace el universo: puro polvo de estrellas. La primera quiere morir o le da lo mismo. La segunda tiene una orden única: sobrevive mientras haya vida en ti, mientras en ti lata el corazón, la curiosidad o el odio que también es vida porque es amor al revés. Se odia porque no se es amado.
De la segunda y última de las órdenes de arriba, orden que es una fuerza ciega que no da explicaciones, ni las pide, porque aunque es deidad desconoce la moral, nace también –por antinomia- el deseo de vivir, no sólo para vibrar con la vida del cosmos sino también para averiguar el origen de esa vida: las dos raíces del tronco de la Voluntad se deriva el que yo no haya desesperado. Cuando se encuentra ¡por muchos días uno!, con la angustia y el absurdo, cae de inmediato en la desesperación.
Tengo una programación del cosmos dentro de mí -humana computadora- que me ordena permanecer aún en la vida, aunque a la vez tenga la información programada (también acaso) de que todo es inútil, absurdo, sin respuesta. Y cada día entonces me interrogo acerca de los motivos que me impulsan para seguir aquí y para no darme por vencido y acabar con el plazo, entre el dolor de la vida y el dolor de la muerte.
Pero, lector, debo ser completamente sincero. A ratos vivo ¡y me sostengo erguido!, porque la lluvia, la flor y el pasto húmedo, la vaca rumiando y el humo del rancho lejano y pajizo en las goteras de mi casa, llenan de paz mi corazón, en este momento, ¡en este instante!, aunque siga siendo un ser para la muerte, para la nada. Y porque también, aunque ningún libro me dará la respuesta que espero, ni ningún poeta ha de poder escribir el poema que abre a Maya, de todas maneras admiro, gozo, disfruto viendo el esfuerzo que otros -al igual que yo, pese a saber que nada encontrarán- luchan buscando, se desgarran en preguntas y se abren ¡vivos!, en canal para ver si dentro, escondido, y en el corazón, está la casa del ser, que a lo mejor se esconde entre las telas del alma que nace y muere en cada muerte y con cada nacimiento.
Han pasado muchos años más. No me quiero ir de aquí sin hallar el poema, sin encontrar el versículo donde esté retratada la floración, la germinación, la evolución o la creación. La verdad que yo busco no la explica ni el oráculo de Delfos, ni la Biblia ni el Corán. Y van y vienen plazos.
Mas algo ya, desde hace muchos años, me dice que tales plazos los pido para no aceptar que me iré como vine: in albis, cual tabula rasa, in puribus o desnudo de toda sabiduría, de todo conocimiento, flaco de informaciones y, sobre todo, de revelaciones.
Cada plazo es mera cobardía. Es mero miedo de aceptar lo único que me salta al corazón después de cada libro que leo, de cada novela que reviso, de cada poeta en cuya alma reveladora no encuentro nada, por paradójico que parezca.
Pura cobardía. Cobardía de pasar el puente sin nada en las manos, sin una gota de luz, como el can que me acompañará hasta la otra ribera, él ladrando yo hablando. Yo ladrando, él hablando.