La ley se inventó, indudablemente, para moderar o anular los afanes destructivos y criminales que en la formación de toda comunidad surgen y se manifiestan febricitantes y altaneros y, a veces, sin contención.
Se hacen promesas y acuerdos para compartir determinado espacio y surgen sectores o individuos que, aunque hayan hecho compromisos o jurado pactos y leyes, no los cumplen. No son de cumplir consensos. Son clicas.
La guerra es uno de los mejores ejemplos para constatar cómo lo que digo arriba se realiza de diversas maneras (porque la guerra es sin ley) en clave negativa. En cierta forma la guerra es una manera o modo permanente de conducta –clara, difuminada o hipócrita– agresiva y contra la norma nacional o internacional.
Hay la guerra entre Rusia y Ucrania, pero también la interna de El Salvador. Una clara especie de guerra civil (dentro del marco legal de una Constitución) que por todos lados filtra y permea violencia y contra-violencia. Hay los buenos del Gobierno de Bukele y hay los malos de las colosales pandillas que, por años y años, han anegado del terror más inmenso que pueda imaginarse, al país que se proclama adorador de El Salvador del Mundo. Los “malos” tienen su moral ¡y no digamos los “buenos”!, que además cuelgan sus altares con moralina religiosa, en las iglesias que han hecho suyas. No se sabe bien con quiénes están la Virgen y el Señor. Desde luego, los “malos” ofician en las cárceles todo el mal de que son capaces en su obscena indigencia.
Hay un campo de batalla claramente abierto en El Salvador. La suya es una guerra entre los afortunados del triunfo familiar y los hijos del infortunio de las clases bajas. Es como si fuera los ricos contra los miserables que son efecto de los sustratos más bajos del vecino país: “Los miserables” de Víctor Hugo. No hay una guerra étnica o racial. No hay indios o indígenas. Todo es mestizaje o al menos eso parece.
La guerra en El Salvador (la guerra de maras contra nobles de la riqueza) pinta muy clara. No tiene complicados subterfugios o recovecos. Es como una nueva versión de lo que fue la guerra civil: ricos contra pobres. Pero ante esta constante surge o resurge Nayib Bukele con su espada en alto ¡salvadora!, como un renacido Santiago de los Caballeros de San Salvador para decir quiénes comen un grano de arroz y quienes no, en este galimatías salvadoreño que, a ratos, ni satanás define ni aclara.
Pero quienes más saltan ¡cómo no, faltaba más!, son las oenegés del caso. Capitaneadas por Amnistía Internacional porque los presos tienen derechos humanos, pero también Bukele debería tener sus propias oenegés y su propia A.I., para proclamar sus derechos de dictador ante la bestial situación que arrostra.
Es muy difícil decidir quién tiene la razón en este ring salvadoreño. Porque si damos la razón a la reacción “oenegera”, diríamos que de alguna manera las pandillas organizadas y feroces (que es crimen organizado) tienen derechos ante la intimidación de Bukele de estar decidido a no darles ni un grano de arroz. Pero cualquiera con alguna sensatez dirá que el Presidente lleva razón y que, ante lo que podría ser una especie de pérdida parcial del poder Constitucional, no queda más que la represión y el castigo legal a las pandillas con pena, dolor y silencio de las oenegés.
Otra vez la posición autoritarista de Bukele parece vencer razonablemente. La dictadura de Bukele se impone gloriosa y contundente.
Los nuevos detenidos son muchos y los encarcelados –de antes– muchos más. Grave dilema enfrenta Bukele porque con los años –y la persistencia de las maras– podría haber más presos que civiles libres, con tantos habitantes tendentes a la “forma social” de la pandilla. Claro que esto es una exageración más no imposible en clave onírica.
Los nuestros –los guatemaltecos– asumen otros matices del negro: el de la pandilla del Pacto de Corruptos, que es una mara integrada por políticos y exfuncionarios que están urgidos de un Bukele guatemalteco que ya no les dé más ¡ni un grano de arroz!