La tragedia de ser Ernesto
Como todas las tardes, de lunes a viernes, Ernesto bajó de la camioneta pasadas las 7 y media de la noche y caminó las cuadras que le faltaban para llegar a su casa. Su andar pausado, su mirada hosca, huidiza, que oscurecía aún más su rostro marcado por un rictus, sus ropas simples, grises y el maletín negro algo gastado, parecían gritarle: «soy un hombre vencido». La rigidez de la espalda solo acentuaba su vano intento por no dejarse caer.
Las calles ya estaban vestidas de luto; un par de postes de alumbrado hacían las veces de estrellas titilantes. Dos perros lo siguieron, ladrando un canto de violenta pertenencia de territorio. Quiso alejarlos con un movimiento del pie y la mano; solo consiguió separarlos un momento para reanudar con más brío sus reclamos, ahora con los puñales de los colmillos mostrándose intimidantes. Si no fuera porque una puerta se abrió y dejó salir un rayo de luz fulminante que produjo la curiosidad de los canes, quizá habría sentido la filosa daga de los dientes perrunos en su pierna. Apresuró los pasos que sonaron fuertes pero cargados de un mensaje que pretendía ocultarse: miedo. En esas calles de barrio pobre, en las que el silencio solo es presagio de temor al asalto o la muerte, de santiguarse ante la posible tragedia y refugiarse en la casa por pequeña y fea que sea, el miedo se propaga con el eco; rebota de piedra en piedra, de pared en pared hasta atenazar la garganta e inyectar de nerviosa rapidez cada movimiento. Apresuró sus pasos; mientras, en su mente se condolía de la desventura de vivir así, en esas circunstancias, en ese barrio, con el trabajo tan miserable que lo ataba y obligaba a llegar tan tarde a casa.
Justo al detenerse frente a la puerta de la casa, un gesto de hastío le ganó. Tardó unos minutos para localizar las llaves y, para colmo de males, con la poca luz que había en la calle, le costó más abrir la puerta. Suspiró cansado, con ganas de no hablar con nadie ni de hacer nada, solo de refugiarse en la intimidad y silencio de su casa. Le habría gustado poder pasar por el salón directo al cuarto. Sin embargo, al abrir la puerta, inmediatamente notó que el equipo de sonido estaba a todo volumen y una voz estridente, tartamudeante y desentonada trataba de seguir una canción:
—Cuánto heeeee de esperar para al fin poder hallaaaaaar
la otra mitad de mí que me acompañeeeee a viviiiiirrrr?
Nadé tiempo en un maaaar de apariencia y ahogué el amoooor.
No se puede ocultar el perfume de una flor.
¿Cuántoooo me cuesta sobrevivir?
¿Cuántoooo sonreír?
Sin poder quitarme el antifaz que me disfraaaza de normal.
Y volveré a buscarte allá hasta donde estés, tan sólo quiero amarte y poder tener
Alguien en que apoyarme, alguien en que volcar todo el amor que cercenó el qué dirán.
No más miedo a entregar mis labios sin antes mirar, no más miedo a acariciar nuestros
cuerpos y soñar.
Y a la mierdaaaaa con el armaaaario y el diváaaan.
Apenas contuvo el grito que pugnaba por salir, cuando le pidió a su hija que le bajara el volumen. Su voz salió seseante, rasposa, oscura, dura. La chica, una adolescente con ojos almendrados y el puente de la nariz algo plano, signos inequívocos del síndrome de Down, se lanzó a su cuello. Sus manazas lo abrazaron y toda ella pareció iluminarse con una mirada brillante, llena de admiración y profundo amor. Su parloteo inmaduro, atropellado pero lleno de ternura lo invadió, calmándolo por un instante; le sonrió complaciente y complacido. La chica no dejaba de abrazarlo y darle palmadas mientras celebraba su llegada.
Conforme pasaban los minutos, le pareció que la canción de Mago de Oz sonaba cada vez a mayor volumen al tiempo que su capacidad de control parecía disminuir. Cada palabra se agrandó en su oído y repercutió en cada espacio de su cerebro, como un clavo martillado incesante, molesto… certero. Lo lastimaron y le revolvieron viejos fantasmas que, una y otra vez, trató de ahogar. Con cada palmada de la chica vinieron a su mente muchas ideas como: ¿por qué estaba sola allí en la sala?, ¿no sabía su mujer que detestaba llegar y encontrar desorden?, ¿dónde estaba ella, su mujer, esa mujer? Le pareció que todo su sacrificio había sido inútil. ¿De qué le sirvió casarse y negarse los deseos más profundos y oscuros de su corazón si ella, en lugar de apoyarlo parecía gozarse en fastidiarlo? Su mente empezó a fraguar mil y una respuestas, todas conducentes a acrecentar su malestar, su rabia arcana, esa que surgía cada vez que se sentía abrumado; la racionalidad no aparecía, esa que le hacía revolver todas las emociones y frustraciones como una bomba molotov lista para estallar.
Se sintió víctima de las circunstancias, del destino, de la gente; especialmente, víctima de ella, ella, esa mujer por la que alguna vez creyó que podría redimir sus pensamientos más abyectos. ¿Cómo pudo ser tan ingenuo de suponer que ella lo ayudaría? No se dio cuenta, pero cada vez que pronunciaba la palabra ella, la acentuaba con cierto retintín y un rictus en el rostro. A cada instante, luego de pronunciarla, una tetera con agua hirviente parecía surgir desde muy adentro de su cuerpo para elevar su malestar y moverlo a actuar con violencia.
—¡Basta, Cindy!, gritó. —¿Dónde está tu mamá?
La jovencita lo soltó asustada. Siempre que Ernesto gritaba ella buscaba esconderse debajo de su cama o de la mesa por lo que, al soltarlo, corrió presurosa, torpe, desconcertada, a buscar un espacio dónde resguardarse. Quiso protegerse detrás del sofá, pero él la detuvo con brusquedad. Pese a que ella era la persona que más respetaba y cuidaba en su vida, no pudo controlar la ira y la apretó con alguna dureza en los brazos, preguntando una y otra vez dónde estaba su mamá, sacudiéndola algo frenético. Cindy, sollozando, hipando, vencida por el temor, apenas respondió que ella le pidió que no le contara nada porque había salido con su amigo y a papá lo iba a enojar y no había por qué pues no iba a tardar.
Ernesto, furioso, la soltó. La chica aprovechó para correr a su habitación, totalmente descontrolada, muy temerosa de la reacción de su padre; sin embargo, en su descontrol llamaba a su papá y a su mamá en busca de consuelo y de calma. Aunque le dolió la reacción de su hija, no pudo ir detrás de ella para tranquilizarla. Su resentimiento hacia su mujer era más grande que cualquier otro sentimiento. ¡Él, él que había hecho todo lo posible por ser un hombre cabal con ella, que dejó a un lado su secreto asco con tal de vivir esa vida matrimonial que consideraba sagrada!, ¿por qué?, ¿por qué ella, esa repugnante mujer se atrevía a engañarlo, sin ningún recato? Ni siquiera se cuidaba de que no la descubriera, al contrario; cada vez actuaba con mayor descaro, sin prevenir que él pudiera darse cuenta. Lo humillaba. Sin embargo, en lo más secreto de su ser, en esa parte de los pensamientos que no quería reconocer como propia, de la que se avergonzaba casi horrorizado de que pudiera ser suya, no solo se sentía humillado sino herido por la envidia y la cólera. Ella tenía el valor de rebelarse y hacer lo que realmente deseaba, sin que le importara en absoluto lo que él pudiera decir o sentir ni que la gente se enterara de que le ponía los cuernos. Al principio, la notaba inquieta. Sus ojos, que antes lo buscaban con afán, ahora se refugiaban en cualquier parte para no verlo, porque llevaban a cuestas el mensaje de un secreto: ya no te quiero, tu sola presencia me da náusea. Conforme pasó el tiempo la notó más segura y dispuesta a gritarle que, por fin, había encontrado a un hombre, a un verdadero hombre. Con temor y sin querer confesar que le angustiaba la sola idea de que ella hubiera descubierto lo que ni él quería descubrir para sí, le llenaba de cólera la posibilidad.
Nuevamente se sintió remojado por olas y olas de ira. ¿Quién era ella, ella, para buscar un hombre?, ¿para reclamarle que él no le era suficiente? ¿Acaso no hacía el esfuerzo de… hacérselo? Experimentó un extraño pudor e incomodidad al pensar en el sexo. Cada semana, con puntual rigor, disciplinadamente, cumplía su papel. ¿Acaso no era suficiente? Ella debió entender que él es así, pudoroso, sin demasiadas ansias por el sexo. ¿Qué de malo hay en eso? Si hubiera sido de otra manera, a lo mejor la habría engañado y ya ni estuvieran juntos. Pero no… la muy… no se conformó y prefirió buscar en otro hombre y así ponerlo en evidencia…
Una vocecita traviesa pareció repetirle una y otra vez una cancioncita: —¿Evidencia?, ¿evidencia de qué? je, je, je, je… te puso en evidencia, te puso en evidencia, te puso en evidencia… —¡Baaasta—, gritó exasperado.
Justo en ese momento, se abrió la puerta y ella entró sonriente, con el rostro brioso de quien lleva ganadas las batallas y se considera confiado, seguro. Toda ella parecía gritar: —Otra vez fui hembra; me gustó, me gusta llenarme de los líquidos masculinos… —M A S C U L I N O S, pareció pregonar con los ojos, los labios, los pechos, el movimiento sensual de sus caderas (que por supuesto Ernesto no notó, salvo porque le aseguraban que lo consideraba poco hombre).
¡No pudo más! La bofetada partió en dos aguas la habitación, la cara de ella, la canción El que quiera entender que entienda, la cual seguía sonando en el equipo de sonido. Tuvo la sensación de partir en dos todo; de un lado había quedado la vida «normal» que pretendió llevar siempre, la casa que soñaba con que fuera un refugio aunque nunca lo lograra, las canciones que escuchaba Cindy, ¡Cindy! su pequeña que nunca crecería, justo como su anhelo de ser un verdadero hombre y cumplir así las expectativas de… ¿de quién? Si al menos hubiera hecho caso de su madre que odió a su mujer porque soñaba con que él fuera cura y que nunca entendió su temor de enfrentarse a otros hombres, pero ahora…
Como entre sueños, le pareció ver a Cindy, su pequeña niña mujer reflejada en un espejo… ¿o era la canción que ahora sonaba? Sí, había una canción diciendo algo de un espejo…
Una niña triste en el espejo me mira prudente y no quiere hablar
Hay un monstruo gris en la cocina
Que lo rompe todo
Que no para de gritar
En efecto, Cindy gritaba con evidente nerviosismo: «¡dibujé una puerta violeta en la pared!», «¡dibujé una puerta violeta en la pared!», «¡dibujé una puerta violeta en la pared!». No entendió a qué se refería la chica, pero sus gritos y sollozos lo trajeron de golpe a la realidad. Se sintió despertar, volver a su cuerpo y a la habitación. Lo que vio lo horrorizó. ¿Qué había sucedido?
En efecto, su hija lo miraba con los ojos lo más abiertos que podía y en su cara se dibujaba el más terrible espanto. Seguía gritando la misma frase y en el equipo de sonido, la voz de una mujer cantando acerca de un monstruo se incrustó en sus oídos de tal manera que no podía distinguir si se trataba de una canción o si alguien estaba describiendo lo que veía en su casa porque en el suelo, ella lo miraba asustada y a la vez rencorosa, sobándose el rostro, mientras un río delgado de rubíes brotaba de su boca y desembocaba poco a poco en la hondura de su seno; su cabello estaba desgreñado y un ojo hinchado parecía guiñarle y susurrarle: ¡te creés hombre!
Se asustó al ver el rostro desfigurado y se horrorizó al notar que los adornos, plantas, muebles, ¡todo! estaba derribado, quebrado, fuera de sitio. Su cabeza empezó a darle vueltas y no fue capaz de explicarse lo que sucedía. Le extendió la mano para ayudarla a ponerse en pie pero ella lo rechazó reculando, insegura de sus intenciones. No halló qué hacer y retrocedió. Se encontró con la mirada de Cindy, que seguía hipando las canciones que estaba escuchando antes: «Y a la mierda con el armario y el diván… un monstruo gris… dibujé una puerta violeta en la pared…» Cindy también retrocedió cuando trató de acercarse.
Como invocados por las palabras de la chica, varias personas se arremolinaron cerca de la puerta y tocaron insistentes. Quiso huir, encontrar esa puerta violeta en la pared y escapar como sugería Cindy. Sintió que las lágrimas se le arremolinaban en los ojos y la garganta. ¿Por qué a él lo perseguían?, ¿por qué ahora lo iban a culpar cuando fue ella, ¡ella! la que provocó todo? Se paralizó y cuando vino a darse cuenta, un tumulto de policías y fisgones entró por la puerta que abrió ella, a la par que decía: «Señores policías, este desgraciado me golpeó, miren cómo me dejó». Reaccionó casi chillando que la culpa era de ella por comportarse como una cualquiera. «¡Poco hombre!» le asestó ella; uno de los policías lo conminó a callarse, pero no pudo detenerse. «Sí, sí, es que ella anda con otro porque dice que yo no la satisfago… yo, yo que he luchado por comportarme como hombre… usted no sabe, usted no sabe el sacrificio que he hecho por tocarla, porque no me dé el asco que me da…, pero ella no lo agradece, no lo agradece…»
Los policías lo atajaron y le pusieron las esposas. Al caminar hacia la puerta volvió a toparse con los ojos de Cindy que seguía manifestando angustia. La chica se lanzó hacia él, lo abrazó y le dijo al oído: «Y a la mierda con el armario y el diván». Se asustó al escucharla. ¿Qué pretendía?, ¿acaso ella…? ¿En verdad le dijo eso?, ¿o se imaginó que lo dijo?
Esa noche, en la cárcel, pensó mucho en la frase que le pareció escuchar de su hija. ¿Y si se trataba de eso?, ¿si al final dejaba salir todas las ideas que le asustaban tanto pero que lo perseguían sin fin?, ¿cómo saberlo?, ¿qué hacer? En su mente rebotaban una y otra vez las frases: masculino, te crees hombre, poco hombre, me comporto como hombre, tenés que ser cura, es un asco tocarla, es un asco sentirla, te creés hombre, poco hombre. ¿Reconocer que no le gustaban las mujeres? Imposible, imposible semejante «vergüenza». No. Él no era de esos, él no tenía ningún armario del cual salir y sin embargo… ¡qué tentador!