Álvaro Montenegro
Escritor
Yo Soy Cuba (Ya Kuba) es una película sombría, en blanco y negro, y por ratos espeluznante. Un tono expectante alberga las dos horas y media en donde con base a anécdotas -algunas aisladas, otras vinculadas entre sí- se taladra el corazón de los días –y meses- previos a la caída de Fulgencio Batista. Montados en eso, se muestra detalladamente la explotación, la trata, la cultura afro, los privilegios de los gringos en tierras cubanas.
Es una producción cubano-soviética dirigida por Mijail Kalatózov en 1964, cuando estaban más que encendidas las venas de la Guerra Fría y la Crisis de los Misiles. Por lo tanto, fue fraguada con aire de panfleto. Pero, quizá a la luz de los años, parecería que no implica una propaganda exagerada. Además de la prolija utopía naciente de la victoria frente a la tiranía, sobresale el conflicto de un hombre que encarna la revolución, que no es Fidel Castro aunque éste sí aparece nada más como un fantasma mitológico que todos aparentan ser. Este personaje es un estudiante -reflejado en varios estudiantes- que entrega todo por la causa menos la moral, pues no se permite ser injusto frente al peor despiadado.
La película no trascendió luego de ser estrenada y no gustó demasiado a ninguno de los dos gobiernos que la financiaron. No fue hasta 1990, ya con el Muro de Berlín destruido, cuando los directores Francis Ford-Coppola y Martin Scorsese la retomaron y la promovieron por cines estadounidenses. Leí en una reseña que lo más importante de esta película es la cámara. No sé si lo “más” importante pero sí es esencial el movimiento y las escenas ininterrumpidas que hacen que uno vuele de acá para allá, sin detenerse, viajando desde un lugar íntimo como un carro en huida hasta una toma expansiva que muestra las calles abarrotadas en un funeral de un rebelde asesinado.
Algo de surrealismo también hay. Como cuando el chapeador de caña ondea el machete y lo ondea de cerca y de lejos y el sonido del machete rompe el viento y crece en la pantalla entera la cara del campesino con sudor y congoja. La narradora grave deletrea algo dándole palabras al dolor. El campesino finalmente, arrinconado, se traiciona quemando su propia tierra frente a un inminente despojo de la continental UFCO, que tanta sangre ayudó a correr por Latinoamérica.
Las tomas centenarias soviéticas, parecidas a los carteles que usaron desafortunadamente los diseñadores de la Universidad Marroquín para, según ellos, ridiculizar al arte ruso, realzan la idea de magnanimidad de una fuerza social creciente. Recuerdo la escena de El Padrino 2 luego de que Michael Corleone observa cómo un guerrillero, con tal de asesinar a un policía, se suicida con una bomba. Tras ese episodio, Michael analiza que es muy probable que el pueblo le gane a Batista pues están dispuestos, en favor de la Revolución, a renunciar a lo que poco que tienen, que es la vida.
En algún punto, la película se siente densa y larga y parece que no finalizará. Esta densidad se aminora con las variadas estampas que demuestran, explícitamente, una época y una condición, la condición del opresor versus lo que se presenta como la liberadora antípoda: la pelea guerrillera.
Es notable este esfuerzo por condensar, desde una aglomeración de sensaciones, una narrativa de un tiempo imprescindible del Silgo Veinte y que se hace desde distintas historias grotescas -menciono solamente algunas, y añado una de prostitución macabra- mientras se desarrolla la Revolución Cubana, uno de los hechos más relevantes de los tiempos recientes y que influyó considerablemente en el posterior desenvolvimiento de la Guerra Fría.