Este fin de semana me tocó perder a dos grandes y entrañables amigos que dejaron de existir por largas y difíciles enfermedades que les fueron consumiendo. Primero fue el abogado Ricardo Alvarado Ortigoza, compañero de ideales, sueños y aspiraciones con quien libramos batallas en busca de la justicia que tanta falta hace en nuestro país, tanto la formal que mal administran los más altos tribunales como la social que se traduce en esa pobreza que hace migrar a miles de compatriotas. Lo conocí cuando fue Procurador Adjunto de Derechos Humanos en la gestión de Jorge Mario García Laguardia, aunque sabía de él de antes y de su exilio luego de haber sido de los fundadores del Partido Socialista de Mario Solórzano.
Hombre campechano y de profundo análisis, era un deleite compartir periódicamente en el restaurante Altuna de la zona uno en largo y amenos almuerzos en los que hablábamos de sueños y remembranzas con él, Jorge Mario y Víctor Hugo Godoy, más uno que otro amigo que de vez en cuando se sumaba al grupo. Escribió un tiempo en La Hora hasta que se cansó de sentir que no había forma de cambiar las mentalidades que mantienen al país en el retraso y su última aventura fue su postulación para el cargo de Procurador de esos Derechos Humanos que tanto le interesaron. Lo hizo en el último proceso, en el que se terminó eligiendo a Jordán Rodas.
Sobrevivió a un cáncer pero su salud se volvió a deteriorar al inicio de la pandemia en un proceso largo que lo fue minando en medio del cariño y las atenciones de su esposa, sus hijos y nietos quienes, impotentes, lo veían languidecer hasta que el pasado sábado llegó el fin de su sufrimiento y, como me dijo su hijo Ricardo, “pasó a mejor vida. Estamos todos muy tristes pero sabemos que ahora está en mejores manos”.
En la siguiente mañana, ayer domingo, llegó otra triste noticia con la muerte de don Conrado Eduardo Romero, quien por muchos años trabajó como mensajero en la empresa y se ganó el cariño y aprecio de toda nuestra familia por su especial forma de ser. Hombre marcado por muchos sufrimientos en su vida, nunca perdió la sonrisa y la extraordinaria voluntad de servir en lo que fuera posible y con un trato absolutamente parejo, sin importar las circunstancias ni las penas que el pobre acarreaba.
Hará unos tres o cuatro años le diagnosticaron un cáncer que le mantuvo internado en el IGSS pero su tenacidad y deseo de vivir para sus hijos le hizo no sólo salir del hospital sino regresar a su trabajo en cuanto le dieron el alta. Se sabía que el mal podría recurrir, pero era impresionante cómo, en medio de la preocupación provocada por esa espada de Damocles que pendía sobre él, nunca dejó de mostrar esa fresca y amable sonrisa.
A principios de año nuevamente volvió al hospital porque se había reactivado su cáncer y el pronóstico no fue bueno desde el principio. Seguimos preocupados su evolución e hicimos hasta lo imposible porque sus hijos pudieran verlo para despedirse, sabiendo que en cualquier rato nos avisarían del triste desenlace, lo que ocurrió ayer.
Duele perder a dos amigos tan queridos por sus cualidades humanas y extraordinaria personalidad. Dios los tenga en su gloria y le dé consuelo a sus familias.