Alfonso Mata
Hablabamos en el artículo anterior que primero fue un enfoque de la medicina química aliviar dolemas y malestares, luego atacar y actualmente desde hace unos setenta años hacer que nuestro cuerpo responda.
Facilitar a que nuestro cuerpo responda a insultos infecciosos, ha evolucionado existiendo en la actualidad, un arsenal grande de vacunas. Un buen ejemplo de ello es lo que sucede con la influenza en la actualidad, que, según la cepa viral, puede tener una tendencia a matar a las personas más jóvenes y «en mejor forma» porque la respuesta inflamatoria e inmunitaria en estas personas es más fuerte; razón por la cual la pandemia de gripe española en 1918 mató de manera desproporcionada a personas más jóvenes y saludables.
La medicina natural puede tener razón en esperar a que los humanos y los animales pueden recuperarse de infecciones, pero eso no significa que algunos que pudieron salvarse con tecnología médica mueran. La infección por Yersinia pestis, una bacteria que causa una enfermedad conocida como plaga o, más coloquialmente, la Peste Negra, antes de la era de los antibióticos fue catastrófica. Por ejemplo, la plaga de Justiniano, que comenzó en el siglo VI, produjo millones de muertes. Procopio informó que en su apogeo, estaba matando a 10,000 por día en Constantinopla. Luego, en el siglo XIV ocurrió la pandemia conocida como la Peste Negra, que se estima, mató a un tercio de la población de Europa. Con la tecnología actual para combatir pestes, no tiene nada de natural dejar morir a grandes cantidades de personas. No creo que alguien esté personalmente a favor de que algo le mate, cuando tiene alta probabilidad de salvarse, olvidándose del “que sea lo que Dios quiera” cuando existen alternativas médicas «mucho más seguras». Pero indudablemente también es de conciencia y razonamiento, que me inclinaré por aquello que haya demostrado y apoye un impacto de mayor de beneficio.
Ya décadas de experiencia exitosa en millones en todo el mundo, han demostrado la eficacia de antibióticos y de las vacunas bien usadas. Pero su mal uso puede desembocar en salvar a unos y condenar a otros.
El caso de las vacunas es un poco diferente al de los antibióticos, ya que funcionan y ayudan a mejorar la capacidad del cuerpo para combatir las enfermedades y no provocan mutaciones y resistencias bacterianas o virales. Como especie durante miles de años hemos estado a la mano de los «tratamientos naturales». Hemos perdido millones en las epidemias de peste bubónica, cólera y todo tipo de enfermedades, ahora tratables o prevenibles desde apenas una centenar de años.
No obstante lo anterior, las vacunas generan preocupación y malos entendimientos dentro de las poblaciones. Por de pronto, hay un temor constante en el horizonte por nuestro uso cada vez mayor de vacunas aunque ello no tiene fundamento alguno. Esto no es lo mismo que el uso indiscriminado de antibióticos que se consideró perfectamente inofensivo durante la mayor parte del siglo pasado, las vacunas son consideradas actualmente por la mayoría de científicos y el público general como adecuadas y generosamente beneficiosas y sin consecuencias en la mayoría si se usan adecuadamente.
No cabe duda que el calendario de vacunas se ha disparado en los últimos 60 años. En la década de los setenta, los niños recibieron siete dosis de vacunas en los primeros seis años de vida. Los niños de hoy reciben un poco más, cuando tienen seis años y otro tanto cuando tienen 18 años. Y cientos de nuevas vacunas están actualmente en proceso de desarrollo. Los calendarios actuales de vacunación muestra que los niños de 0 a 6 reciben 34 dosis, pero solo si se incluye una vacuna anual contra la gripe. De lo contrario, son 28. En cuanto a las edades de 7 a 18, solo reciben cinco recomendadas para todos, más tres dosis de VPH y 12 dosis de vacuna contra la influenza si el niño recibe la vacuna contra la influenza todos los años. En cualquier caso, luego de miles de millones de dosis, es un tanto falaz decir «demasiadas demasiado pronto», o la afirmación de que el calendario actual de vacunas estresa «antinaturalmente» el sistema inmunológico. Sacar a relucir creencias como que el sarampión era una enfermedad infantil inofensiva sin consecuencias es peligroso, y pone en riesgo a muchos. No está tampoco fundamentado que la inmunidad «natural» es mejor. Por supuesto, la inmunidad «natural» conlleva la clara desventaja de tener que sufrir la enfermedad real y sus efectos secundarios, sus complicaciones y probablemente la muerte. También esos argumentos descuidan la observación de que, al menos en el caso del sarampión, es la enfermedad la que daña el sistema inmunológico, no la vacuna.
En última instancia, sin embargo, creo que dentro de algunas décadas, nuestra dependencia excesiva de la vacunación será substituida por una nueva tecnología que aun nuestro cerebro aun no ha formulado porque la única forma de mantenerse saludable ante la evolución tanto natural como antropológica, es trabajar con las funciones naturales del cuerpo, perfeccionarlas y ajustarlas de la mejor manera y adelantarse a la madre naturaleza y a nuestras creaciones y manipulaciones erróneas, en apoyo a nuestra sobrevivencia y la de ella.
Muchos científicos afirman que si bien la práctica de la vacunación puede parecer que imita un proceso natural del cuerpo, no lo es completamente. Las vacunas proporcionan una imitación de la verdadera inmunidad y en muchas ocasiones es incompleta y nunca permanente. Aquí hay algo real, no todas las vacunas son de igual poder y sentido de estimular el sistema inmune. Algunas prácticas de vacunación, estimulan solo una parte del sistema inmunológico (inmunidad humoral, que desencadena una respuesta a un antígeno específico de la enfermedad), mientras que deja otra parte del sistema inmunológico sin ejercitar o lo hace muy poco (célula- inmunidad mediada, que proporciona un mecanismo generalizado que combate todas las enfermedades). Como resultado –afirman algunos, nuestro sistema inmunológico se está volviendo anormalmente sesgado y exagerado en una dirección, mientras se debilita en otra. Esto no se ha estudiado del todo pero no vale concluir ante lo que se ignora que por eso las personas están desarrollando cada vez más enfermedades autoinmunes (sobreestimulación de la inmunidad humoral) y se han vuelto cada vez menos capaces de luchar naturalmente contra las enfermedades en general. Como se ha señalado muchas veces antes, no existe una buena evidencia de que la vacunación esté asociada con enfermedades autoinmunes, incluido el asma.
A pesar de evidencias, comprobaciones y razonamiento, no debemos olvidar que la maquinaria de conciencia y credibilidad se rigüe no solo por el conocimiento también lo hace por sus afectos y pertenencias, convencimientos y premoniciones. Muchas personas aceptan que la humanidad ha provocado el cambio climático y reconocen el peligro de los pesticidas, pero se burlan de aquellos que señalan los peligros de los transgénicos y las vacunas. Otros aceptan los peligros de las vacunas, pero piensan que el cambio climático es un engaño. Pero mucho de este pensamiento surge, porque se tiene la idea de que los humanos intentan controlar o trabajar contra la madre naturaleza en lugar de cooperar con ella. Al final, esos esfuerzos equivocados son inútiles, y deberían llevarnos a considerar que no estamos fuera de la naturaleza, somos parte de ella y con ella y que no podemos ser enemigos. Todos somos parte del cuerpo de Gaia, un sistema vivo que es más grande que todos nosotros juntos y que tiene muchos circuitos de retroalimentación y mecanismos correctivos. Si estropeamos demasiado las cosas, podemos encontrarnos expulsados del sistema, devorados como tantos microbios devorados por una horda de glóbulos blancos. Con suerte, Gaia no es una provocadora de enfermedad y la humanidad finalmente debe aprender su lección: que debemos cooperar con nuestros compañeros vivos y no vivos y aprender a coexistir en un estado de salud sostenible para todos.