Sergio Penagos
Cuando los castellanos redujeron el genocidio, buscaron la forma de ordenar los nuevos territorios, y explotar, legalmente, a los nativos sobrevivientes. Para ello establecieron el llamado Derecho Indiano, el que no ha variado en sus rasgos más característicos:
1. Un casuismo acentuado y en consecuencia una gran profusión de leyes.
2. Una tendencia asimiladora y uniformista.
3. Una gran minuciosidad reglamentista.
Los Monarcas españoles querían tener en sus manos todos los hilos del gobierno del nuevo mundo, para ello crearon una organización política y administrativa que incluía a las Audiencias y los Virreinatos. Ambas entidades territoriales, con autoridades nombradas por el rey en España.
Los virreyes llegaban a la Colonia con grandes séquitos y distribuían los puestos de gobierno entre sus incondicionales, creando fuerte resentimiento entre los residentes, quienes consideraban ser merecedores de dichos beneficios, generando un fuerte antagonismo con los foráneos.
Producto de este antagonismo surge el discurso indiano de corrupción, que no plantea al clientelismo en sí mismo, como la razón de la corrupción, sino cuestiona quién merecía las rentas y los oficios en Indias.
La codicia, base de la corrupción, es una infección que al atacar la fidelidad de los funcionarios nombrados, enferma a todo el cuerpo político. Aparentemente la cultura del fraude, abuso, e ilegalidad, se había instalado ya en este reino hacia 1620, y la corrupción había infiltrado casi todos los sectores de su aparato institucional secular.
Las prácticas, que en el presente se definen como clientelistas, hace cuatro siglos se entendían como actos de gracia y justicia distributiva, siendo uno de los ejes que articulaban el funcionamiento de la política, por ello, la cuestión estribaba en si la gracia la merecía quien sirvió al rey o quien servía al virrey. Con el tiempo la diferencia entre natural y extranjero se redujo, cuando los lazos entre grupos indianos y peninsulares eran intensos, abarcando las esferas políticas, religiosas, familiares y comerciales; los criollos estructuraron un discurso en el que no solo reforzaron las diferencias, sino que se posicionaban como los verdaderos merecedores de puestos, rentas y encomiendas. Desde ese centro posicional, ellos no solo consiguieron el respaldo de la corona, sino que reflexionaron y teorizaron acerca del funcionamiento político y económico de las Indias y de la monarquía. Cuando ya no les funcionó, se independizaron.
A inicios del siglo XVII, el concepto de corrupción no era aún el concepto actual, que define y mide las conductas y prácticas de quienes, actuando en contra de principios éticos, morales, cívicos y legales, hacen uso incorrecto de un cargo público para beneficio privado y perjuicio del bien público.
Analizando el discurso y el lenguaje indiano de corrupción, se muestra que la expansión y refinamiento del concepto «corrupción» y las ideas asociadas a él llevaron, a un cambio en la práctica y cultura políticas a nivel local y de la corona. Igualmente, se explica cómo individuos y corporaciones de varias ciudades americanas percibieron y describieron los excesos de autoridades gubernamentales y sus criados-clientes.
Para los primeros años del siglo XVII, la Corona española tenía la certeza de que sus instrucciones no se cumplían a cabalidad, ya que los funcionarios no representaban los intereses reales, sino los propios al establecer alianzas con las elites locales, para realizar sus propios negocios. Entonces las reales cédulas empiezan a señalar las deficiencias; entre otras: a) a los religiosos: el incumplimiento de lo mandado; b) a los Oidores de la Audiencia: que deben hacer audiencia de indios, y visitas a las provincias; c) al Presidente y a los funcionarios de la Audiencia: que no deben tener ni participar en negocios, ni sus parientes, ni hacer alianzas con nadie para evitar que se pierda la autoridad real que ellos representan (esto suena muy familiar y actual).
La conceptualización de la corrupción generada en América, partía de que la gestión de un funcionario debía medirse por su capacidad para contribuir al bien público. Esto significaba asegurar el beneficio de la corona y garantizar el bienestar de los grupos locales, incorporando a miembros destacados de sus élites en puestos de gobierno, administración de justicia y hacienda.
Los actuales virreyes son los diputados, que tienen la potestad de cambiar leyes, nombrar funcionarios y aprobar el presupuesto, con el apoyo de sus criados-clientes.