Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Luis Fernández Molina

El artero ataque ordenado por Alvarado soliviantó a todos los aztecas. Ello le causó mucho disgusto a Cortés que adelantó su regreso; no se sabe si reprendió a Alvarado, en todo caso la situación era insostenible para los españoles y sus aliados tlaxcaltecas. Estaban cercados, tenían mucho oro pero escasa comida. Decidieron retirarse del centro de Tenochtitlán pero solo podían hacerlo a pié por las extensas calzadas (puentes) –algunos que habían inutilizados los mexicas-; no podían avanzar en formación de combate y caminando en línea quedarían totalmente expuestos. Debían huir sigilosamente de madrugada y así lo ordenó Cortes. Hizo liquidación del pago a su tropa con el oro incautado; mucho lo llevaron consigo, otros prefirieron dejarlo cual pesada carga. La principal consigna era el silencio y aquí los mejores amigos podían ser quienes los delataran: el relincho de los caballos. Para colmo fue una noche de mucha lluvia y tormenta. Cortés comandó el avance y Alvarado tuvo a su cargo el sector más complejo: la retaguardia. Aquí se dio el famoso Salto de Alvarado.

Los mexicas se dieron cuenta y entonces corrieron los españoles como ganado en estampida; lograron finalmente escapar aunque dejaron muchas vidas y mucho oro en el camino. Se reagruparon en Otumba y a los pocos días enfrentaron al ejército que venía a rematarlos. Sin embargo esta vez se impusieron los europeos y allí empezó el proceso de la conquista porque el arma secreta y mortal de los europeos empezaba sus efectos, más letales que su ejército. Por la causa entonces deconocida, la viruela, los aztecas sucumbían.

Sin embargo hay otro episodio ilumina una faceta inexplorada de la tradicional imagen del brutal guerrero: acampados en Cempoala se descubrió que un soldado de apellido Mora, había robado dos gallinas a los nativos. Para sentar precedente Cortés ordenó que lo ahorcaran de inmediato (“los dioses no roban gallinas”). Nadie osó intervenir por el condenado. Se reunió toda la tropa y lo elevaron. Cuando Mora se contorsionaba desesperadamente Alvarado desenvainó su espada y de un tajo cortó la soga que lo izaba. ¡Tamaña osadía! Nunca antes nadie había desafiado a Cortés y menos su segundo al mando. Cortés guardó silencio por unos segundos que parecieron horas. La tropa preveía un furibundo ataque del jefe. Pero nada pasó. Cortés condonó la vida de Mora y de paso la vida misma del rebelde Alvarado.

En cierta forma la conquista de los aztecas se facilitó por el extremado centralismo del Imperio. Dominada la ciudad de Tenochtitlán cayeron sus satélites. Cortés procuró nuevos horizontes. Organizó dos excursiones hacia el sur, una por el mar a cargo de Cristóbal de Olid y otra terrestre al mando de Alvarado con encargo de incursionar en los afamados ricos territorios que allí se encontraban. Así empieza la historia de Alvarado en Guatemala.
La tropa de Alvarado, que contaba con muchos más soldados mexicanos que españoles (menos del 10% de éstos) no sufrió contratiempos en su paso por Tehuantepec y Soconusco. Los problemas empezaron cuando subió de la costa al altiplano cerca de Mazatenango. Tuvo noticias que no había un reino dominante sino que diferentes señoríos regían en sus pequeños territorios. La principal rivalidad era entre los k´ichés y los kakchiqueles, los primeros que habitaban en el ancho valle que se encontraba en el altiplano al final del ascenso que hacían por Zapotitlán (Xetulul). Con buen criterio los españoles tomaron ventaja de esa rivalidad.

Considerando la oportunidad era propicia para acabar con sus ancestrales enemigos los kakchiqueles ofrecieron su alianza. Craso error que con el tiempo habrían de pagar (después serían los quichés que para vengarse se aliaron a los españoles). Alvarado se estaba especializando en esas maquinaciones maquiavélicas, de hecho aprendió con su jefe Cortés que se rebeló contra Diego Velásquez; la tropa de Pánfilo Narváez contra éste; a su vez Cristóbal de Olid se rebeló contra Cortés y algo parecido hizo Alvarado con Cortés, de hecho debido a ello la provincia de Guatemala se mantuvo separada del reino de Nueva España (México). Un mundo de deslealtades y desconfianzas que al parecer marcaron nuestra nacionalidad.

Con la incorporación de los kakchiqueles se reforzó un ejército de españoles, indígenas mexicanos (tlaxcaltecas, cholulas y mexicas) y kakchiqueles, que se preparó para dominar el valle de Xelajuj; a su encuentro salió un ejército k`iché comandado por un guerrero que la tradición reconoce como Tecún Umán quien murió en combate directo con Alvarado cerca de Salcajá. Surgen allí las leyendas del río que se tiñó de rojo (Xequijel) y del quetzal se posó en el pecho de Tecún.

Tras la batalla triunfal de Olintepeque continuó el avance español hasta Gumarcaaj (Utatlán) capital de los k´ichés. Fueron invitados por los gobernantes Oxib Kiej (Tres Venado) y Belejeb Tzi (Nueve Perro). No se sabe si era una trampa o si Alvarado justificó su acción argumentando dicha trampa, el hecho es que ambos gobernantes ancianos fueron quemados vivos al igual que la ciudad.

Vencidos los k´ichés Alvarado se dirigió a la capital de sus “aliados”: Iximché. Tenía obligación contractual de fundar ciudades españoles pero Alvarado no tenía vocación de poblador ni iba a organizar trabajos de urbanismo; tenía otras metas. Por eso se limitó a declarar que la ciudad de Goathemala era Tecpán Goathemala (Iximché). Así surgió la primera ciudad de Guatemala en 1524.

Pero el oro que había en Goathemala no era suficiente para las expectativas de don Pedro. Por eso planificó un viaje a Perú; construyeron unos barcos en el puerto viejo de Iztapa y zarparon en una expedición infructuosa al punto que tuvo que ceder a casi todos los indios que así quedaron para siempre en Perú (los descendientes han hecho gestiones actuales para retornar). Después preparó viaje a la mítica Isla de las Especies. Habiento parado en México ofreció su ayuda al gobernador de Jalisco para contener un levantamiento en Nochtistlán. En un lace de esa batalla murió don Pedro cuando su caballo trastrabilló y se vino rodando con todo y su montura. Sus últimas palabras fueron: “me duele el alma”.

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