Eduardo Blandón
El convencimiento, sin embargo, ha sido inútil para los guatemaltecos que vemos impávidos cómo el Estado no sólo es anémico, sino que muestra su fortaleza (que la tiene también) y apunta sus cañones en los lugares que menos se quisieran. O sea, en lugar de focalizarse en un lugar y espacio propicio, extravía su camino.
Ese es el Estado que tenemos, el patriarcal neoliberal, el racista y el excluyente. No es lo que nos merecemos, pero es el que se nos ha construido (y nosotros lo hemos permitido) para provecho de unos pocos. Es la organización política de los blancos al servicio de una ideología que hace felices a pocos y miserables a muchos.
Un Estado así no puede estar sino desorientado. En primer lugar, por manejar un discurso marginador. Sus políticas favorecen a una minoría que son los que tradicionalmente han gobernado. Son ellos quienes, por ejemplo, envejecen en el Congreso y se perpetúan en los ministerios y oficinas de gobierno.
El Estado enfermo también es racista al reflejar los prejuicios de una sociedad dividida. Podría esperarse una sociedad fundada en una filosofía que trascienda la masa, pero no, más bien parece que es la reunión de hombres planos quienes edificaron nuestra estructura política de país. Y así, vivimos en la llanura, a merced de los lobos.
Ese sujeto ramplón, miserable y egoísta, ignorante, es quien ha abrazado el liberalismo político y lo propone como forma civilizada de organización. Mientras en muchos países es una ideología pasada, superada y con muchas revisiones y críticas, aquí se ofrece como una alternativa a la pobreza. Es la ideología de los fuertes, la del banquero, quien cosecha en grandes fincas y especula en las bolsas financieras.
Guatemala debe renunciar al Estado como condición de cambio de la sociedad. Transformar la organización actual para dar paso al crecimiento y el desarrollo. Mudar de piel a través de políticas incluyentes, no racistas y nada neoliberales ni patriarcales. Ese debe ser nuestro horizonte. No hay de otra.