Por: Adrián Zapata
Álvaro Uribe, emblemático gurú de los empresarios guatemaltecos, padre putativo (paternidad presunta) de Iván Duque, Presidente colombiano, ha trinado sobre la necesidad de luchar contra “la revolución molecular disipada”, término que si bien tuvo sus orígenes en filósofos franceses, lo puso en la palestra política el fascista chileno Alexis López Tapia, personaje que en el año 2000 intentó organizar un encuentro ideológico del nacionalsocialismo en Chile. Con ese término se pretende explicar la irrupción de las movilizaciones de protesta que últimamente se han dado en diversos países de la región, como un intento por mantener una “guerra civil permanente”. Se argumenta que las acciones de calle, que suelen tener algunos desempeños violentos, en principio son disipadas, pero que van interactuando hasta lograr la escala que les permita derrocar los gobiernos, destruir el status quo e impulsar la tan temida revolución. Son expresiones sediciosas y, por lo tanto, hay que enfrentarlas como tal, con la fuerza represiva del Estado.
Desde esta visión reaccionaria, el enemigo ahora ya no es un macro discurso, ni un sujeto socio político que aglutine y conduzca una sola propuesta estratégica de orden ideológico programático, sino diversas subjetividades (feminismo, étnicas, luchas territoriales, ambientalistas, diversidad sexual, etc.), más allá de las tradicionales clases sociales (clase obrera, campesinos…). Esas subjetividades actúan sin un referente aglutinador (un partido comunista, por ejemplo), pero terminan confluyendo en una acción sediciosa. Son moléculas disipadas que en su interactuación terminan convergiendo, lo que significa que deben ser enfrentadas con una estrategia de seguridad nacional.
Con esta interpretación se evita analizar las causas de fondo de esas expresiones de “insubordinación social” (Camilo González Posso, colombiano) que están sucediendo en diversos países sur americanos, ahora particular y dramáticamente reprimidas en Colombia. Al caracterizarlas como sediciosas, esta doctrina pretende formular una respuesta militar por parte de los Estados.
Se oculta que esa insubordinación y la movilización social que se produce, eventualmente violenta como suele suceder en la espontanea expresión de las masas, responde a los efectos producidos por cuarenta años de hegemonía neoliberal, donde la voracidad del capitalismo se dio de manera desbocada y produjo grandes brechas de desigualdad y un atroz consumo del planeta. La pandemia desnudó esa realidad.
Pero ahora que el ciclo neoliberal está llegando a su fin (Biden le está poniendo la lápida, con una visión imperial correcta para sus intereses de reconstruir su hegemonía mundial) y está en marcha una recomposición planetaria del sistema capitalista (con las disputas geopolíticas contemporáneas), hay actores sociales que resisten esta adecuación, la cual atenta contra sus privilegios (los grandes empresarios neoliberales y sus corifeos, las clases medias aspiracionales, aquéllas que se beneficiaron de las migajas del neoliberalismo, y las que temen ya no tener tal oportunidad). Los pueblos indignados y desesperados irrumpen en las calles y convergen en la lucha que impulsan diversas subjetividades e identidades. Las contradicciones de clase subyacen, pero ya no prevalecen en las confrontaciones sociales y políticas.
Sin embargo, viéndolo optimista e ingenuamente, hay un espacio de oportunidad para una concertación multiclasista para revertir las perversidades heredadas del neoliberalismo. La explosión social, espontánea y caótica y las pretensiones de salidas extremas no son la opción. Tampoco lo es el atrincheramiento de los privilegiados para defender lo atesorado.