Enán Moreno
Escritor y académico

Desde que lo vio por primera vez, no pudo ocultar la gran atracción que le produjo el hermoso tomo empastado en cuero.  Las letras doradas brillaban sobre la oscura cubierta: El ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha. Parece interesante, pensó. Aunque no sabía mucho de literatura española, algo había escuchado. Esta vez no dudó en tomar la decisión, se lanzaría a la aventura. Seguiría, pues, página a página, la ruta de Don Quijote.

Esperó algunos días antes de adentrarse en las casi mil páginas que el libro le ofrecía.  Llegado el momento, se acercó al tomo con cierta emoción. Primero, se detuvo en la fecha: 1605; acto seguido, se dirigió al prólogo: Desocupado lector…  Cada vez con mayor interés, avanzó y llegó por fin a un lugar de la Mancha, donde se encontró de frente con el famoso personaje.  Allí supo de Sancho Panza, de la mágica transformación de Aldonza Lorenzo en la bella Dulcinea del Toboso.

Capítulos adelante, diríase que sufrió mientras Don Quijote se enfrentaba a los molinos, creyendo que eran gigantes y también cuando perdió casi todas las muelas por meterse entre un rebaño de ovejas y cabras pensando que eran el ejército de Alifanfarón.

En fin, al ritmo de Rocinante, fue recorriendo la misma ruta de Don Quijote. Lo acompañó a velar, cuando fue armado caballero. Estuvo con él en todas sus salidas y en sus conversaciones con el bachiller Sansón Carrasco. Estuvo en la graciosa pelea de Sancho con Marimontes y el ventero. Viajó a la ínsula y leyó la carta que Sancho le envió a Teresa Panza, su mujer.

Todo. Disfrutó todos los capítulos, todas las páginas, todos los párrafos, todas las ilustraciones de Gustave Dorè. Hasta cabalgó sobre el famoso Clavileño. ¡Cuántas sensaciones! Inolvidable. Sólo así podía calificar tal aventura. Lo que más disfrutó: los refranes oportunos de Sancho, su contrastante lucidez con el obstinado encantamiento del caballero andante. Lo que más le entristeció: la muerte de Don Quijote, nada podía ser más impresionante que estar presente en los últimos momentos del protagonista de tan fascinante historia.

Terminado el recorrido, sintió la plenitud de ver cumplido un sueño que, como llegó a pensar en algún momento, parecía difícil de realizar.  Era evidente, allí estaba la huella de su osadía: la ruta de Don Quijote, de pasta a pasta, el agujero redondo, perfecto: su obra maestra.  Y, mientras trataba de descansar y relajarse, observó, con orgullo evidente, a las otras termitas que salían sin pena ni gloria de La náusea, de La Taberna y de otros libros que, seguramente, no les darían la misma satisfacción.

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