Foto: Cortesía

Por Andrés Quezada

¿Cómo entender la escasa atención que recibió la beatificación de diez mártires católicos? ¿Recuerda la algarabía que se vivió para la beatificación del Hermano Pedro? ¿Por qué la diferencia? Fácil sería atribuir esto a la pandemia o a que vino el Papa aquella vez. Pero más allá de estas contextualidades hay una verdad innombrada: el silencio cómplice de quienes se reservan la devoción de José María, Faustino, Juan Alonso, Rosalío, Miguel, Reyes, Tomás, Nicolás, Domingo y Juanito porque quizás “en algo andaban metidos”.

¿Quién los mató y por qué? ¿De qué manera predicaban el evangelio para volverse peligrosos al poder? La respuesta a estas interrogantes estuvo ausente o tímidamente elaborada antes y durante la beatificación. Esta es una crítica que ve más allá de la belleza del ritual, la fuerza de los cantos o la alegría de estar en un amplio campo celebrando la comunión con los muertos que la historia oficial sigue callando.

La noche anterior al evento se presentó un musical para narrar la historia de la iglesia en Quiché desde antes de la conquista hasta el día del juicio –donde un dios blanco en un blanco cielo se reúne con los beatos en blancas túnicas. De la puesta en escena me chocó la representación del rol de la Iglesia en la invasión; monjas y sacerdotes separaban a los conquistadores de los guerreros mayas en una actitud conciliatoria que no calza con un pasado en el que abundan Sepúlvedas y escasean Bartolomés de las Casas. Luego estos mismos actores despojaban sus objetos rituales a los mayas y los acercaban a la cruz forzadamente para que se hincaran ante el “Cristo vencedor” exaltado en los cantos. Esta interpretación nos aleja del ejemplo de aquel que, lejos de quedar bien con todos, se puso del lado de los pobres, las mujeres y los nadies. Lo opuesto a la fantasía ética de hacer el bien sin tomar partido por los últimos.

Por otro lado, si se ignora el contexto y la acción pastoral y política por la que fueron asesinados los mártires, lo que queda es recordarlos como ovejas atrapadas entre el fuego cruzado de los demonios de la guerra. Pueblos alzados y opresores quedan así empatados como extremos igualmente condenables. Aunque esta lectura simula ser una tercera vía de paz, implica aceptar la dominación del fuerte y el silencio de los vencidos. No se vale condenar a ambos “extremos” pero consentir las censuras que impuso uno y reducir la historia del otro a una batalla irracional contra el colonialismo o la desigualdad social.

Si los mártires dieron la vida fue para que su lucha siguiera, no para que se fetichizara su muerte restándole los elementos incómodos que la explican y sin asumir la difícil impugnación que nos hace el pasado. Bien dice Walter Benjamin que “ni los muertos estarán seguros ante el enemigo si éste vence.” ¿De qué sirve conmemorar si no existe la disposición de seguir haciendo aquello por lo que fueron asesinados?

Vaciar de contenido político el contexto de su muerte es revivir su martirio y legitimar el derrotero de que la iglesia está para los rituales y no para para la búsqueda de justicia. Lo que volvió una amenaza a los mártires del Quiché fue que asumieron el reino de los cielos no como promesa póstuma y metafísica sino como horizonte dador de sentido práctico y compromiso político. Si pudiendo callar y rezar optaron por hablar y organizar, ¿por qué se calla cuando se celebra en su nombre?

¿Qué deberíamos hacer con la sal que se ha vuelto insípida? La homilía redactada por Ramazzini fue tibia y diplomática. Fue hasta el final de la misa –ya que habíamos sido enviados a ir en paz– que un sacerdote, Absalón Alvarado, de la Misión del Sagrado Corazón (la misma a la que pertenecían los tres sacerdotes de los diez beatificados) transgredió el borde y denunció el genocidio, la violencia política, la impunidad vigente y la corrupción blindada por amplios pactos de mudez e inercia.

La invitación es a revivir una creencia antes cristiana que romana, que abandona el silencio criminalizador y celebra la voz de quien no teme a la calumnia de los poderosos. Memoria histórica no debe ser nostalgia inocua sino reinvención valiente de las luchas que nos debemos. Esta es una responsabilidad a saldar quienes recordamos la historia de un hombre que se atrevió a cuestionar al poder y fue crucificado por la honestidad y contundencia de su palabra.

«¡Ay de ustedes que construyen mausoleos a los profetas a quienes sus propios padres han asesinado! Así se convierten en testigos y cómplices de lo que hicieron sus padres; porque ellos los mataron y ustedes construyen los mausoleos.»

Artículo anteriorSalud por vacunación COVID-19 de maestros: Registro será a través del IGSS
Artículo siguienteCONTRA EL PALUDISMO O MALARIA