Flaminio Bonilla

Abogado, escritor, comentarista, analista de prensa, columnista en “Siglo XXI” de 1991 y luego en La Hora del año 1991 a la fecha con mi columna “sin esconder la mano”. En la política nacional fue miembro del Partido Democracia Cristiana Guatemalteca, su Vicepresidente del Consejo Político Nacional y Director Nacional de la “Organización Profesional Demócrata Cristiana”. Soy un hombre de izquierda y soy socialdemócrata. Fui Registrador General de la Propiedad del 1982 al 1986; Registrador Mercantil General de la República del 1986 al 1990 y luego 15 años Representante Judicial y Consultor Jurídico del Registro Mercantil. Ha sido profesor universitario en la Facultad de Derecho de la USAC y en la Facultad de Derecho de la Universidad Rafael Landívar. Especialista en Derecho Mercantil Corporativo y Constitucional. Soy graduado en Guerra Política del Colegio Fu Hsing Kang de Taipéi, Taiwán.

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Flaminio Bonilla Valdizón

flamabonilla@gmail.com

En relación a la aplicación de la pena de muerte, sanción que ha constituido dentro del campo del derecho penal una viva polémica. Por un lado con las posturas de los abolicionistas con San Agustín y Cesare Beccaria a la cabeza, y por el otro con los afirmantes y defensores de su mantenimiento dentro de los ordenamientos penales, tesis defendida en su legitimidad por la autoridad de Santo Tomás de Aquino en su obra “SUMMA TEOLÓGICA”, por Raffaele Garofalo y Vincenzo Manzini, entre otros. Y las posturas eclécticas como la de Enrico Ferri, para quien la pena de muerte debe ser aplicada en circunstancias de descomposición social, pero no en tiempos de normalidad. Utilizada y aplicada como un acto de legítima defensa por parte del poder público.

Nosotros sí compartimos el mantenimiento de la sanción de la pena de muerte dentro de nuestro ordenamiento jurídico, lo dice el artículo 18 de la Constitución Política de la República de Guatemala, pero aplicada dentro de los límites del conocimiento de la doctrina penal y de la adopción de posturas legislativas adecuadas y concretas, que lleven a sancionar con esa pena únicamente a los autores de delitos calificados como gravísimos. De ninguna manera podemos compartir posiciones que caen en el barbarismo y que nos retroceden a las etapas del derecho primitivo del más fuerte. Ser así nos llevaría a cortar las manos de los ladrones, lapidar a las adúlteras y castrar a los violadores.

La ley del Talión afirma la proporción del castigo en relación a la materia o gravedad de la ofensa, y el Éxodo (XXI, 2325) recoge la idea de esta ley al afirmar: «… dará vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura…» Igualmente encontramos los conceptos del Talión en el Código de Hamurabi y en la Ley de las Doce Tablas. Más, no obstante ser bíblico, no podemos llevar la sanción a los extremos apuntados por esta ley, que más bien constituye una especie de venganza.

Compartimos y aceptamos la posición de los maestros españoles Eugenio Cuello Calón y Federico Puig Peña, en el sentido de que la pena de muerte debe aplicarse para no llegar o cuando se ha llegado a la desorganización política o social y cuando va en aumento el número de malhechores y la ferocidad de los crímenes, pero que deben concurrir para su aplicación, las siguientes condiciones indispensables: «I. aplicarla solo en caso de delitos gravísimos. II. cuando exista plena prueba y humanamente cierta de la culpabilidad del condenado. III. que se ejecute del modo que menos haga sufrir al paciente y, IV. que no se aplique en presencia del pueblo, para evitar que se excite la crueldad de las almas».

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