Carlos Soto
Cuando me preguntaron si quería formar parte del grupo musical del cantautor Armando Manzanero, me sorprendí, pero a la vez me llené de satisfacción. Sin pensarlo mucho, acepté. “Bienvenido a las grandes ligas, maestro”, me dijo un guitarrista que también había sido convocado al grupo. Cualquier músico sabe que una oportunidad así no surge todos los días, hay que aprovecharla, por diferentes motivos. El primero es la paga. En ese año (2004), yo impartía clases de piano jazz en el Conservatorio de Música del Estado de México en la ciudad de Toluca, pero trabajaba solamente 14 horas a la semana, por lo que mi sueldo alcanzaba solo para cubrir los gastos básicos. Además, los miércoles por la noche tocaba a trío en el hotel Crowne Plaza Toluca en las afueras de la ciudad.
El hecho de ser parte del grupo musical de una figura tan reconocida en el mundo de la música popular como la del maestro Manzanero, venía a ser la oportunidad que estaba esperando. Ilusionado, sentía que mi horizonte se ampliaba y se llenaba de expectativas, ya que además de una remuneración económica adicional, significaba poder darme a conocer ante más público, podría viajar y conocer otros lugares de México y del extranjero y podría tocar siempre en escenarios de prestigio.
Durante el primer ensayo, el maestro se mostró amable y se expresó bien del grupo. Nos dijo que el trabajo que nos ofrecía por acompañarlo en sus giras no sería suficiente y que era comprensible que tuviéramos que combinarlo con otros trabajos. Nos informó además que pronto le iban a dar un programa semanal de televisión en Canal 21 y que allí también podríamos desempeñar un trabajo adicional. Mejor impresión no pude tener del maestro.
Llegó la hora del primer concierto. En el aeropuerto de la ciudad de México pude conocer a los demás integrantes de la caravana artística. Nuestro grupo era un sexteto, estaba compuesto de guitarra acústica, guitarra eléctrica, teclado, bajo y batería. En el aeropuerto se nos unió un saxofonista argentino. El show del maestro era variado y constaba de cuatro partes. Nuestro trabajo consistía en acompañar al maestro en siete u ocho canciones. Pero, además, el maestro viajaba con un trío de voces y guitarras que lo acompañaban en otras tantas canciones, y, como parte de los requerimientos, siempre pedía la inclusión de un piano de cola en el escenario, pues alternaba con una cantante en una parte del programa. Como complemento, el maestro hablaba con el público y contaba anécdotas divertidas, haciendo gala de un fino humor y un completo dominio del escenario. Era muy profesional, tenía una memoria increíble, jamás lo vi leer la letra de una canción y siempre que tocaba el piano lo hacía sin partitura. Tenía un repertorio extenso, no solo de su música sino también de la de otros compositores.
Las ciudades de Mérida y Campeche, en Yucatán, el palacio de Chapultepec en la ciudad de México y la ciudad de Bogotá, en Colombia, fueron los primeros escenarios que se fueron sucediendo. Pero la luna de miel fue muy breve, no hay pan suave. Poco a poco se fue perfilando la personalidad del maestro. Exigente hasta la obsesión, parco en el elogio y severo en la crítica, de carácter muy contrastante, sus órdenes eran tajantes, sin derecho a disentir, la obediencia y la no beligerancia eran la norma en el equipo. El maestro tenía la piel muy sensible, la energía desbordante, lista a explotar. El más mínimo detalle podía alterarlo, incluso en el escenario y en plena presentación.
Recuerdo la noche del debut en Bogotá. El concierto se desarrollaba sin mayores problemas hasta que un pequeño detalle sacó al maestro de su concentración. Se tropezó con el cable del micrófono y esa distracción le provocó un breve lapsus de memoria con la letra de una canción. El enojo consecuente le hizo saltarse una canción del programa. Entonces se dirigió muy molesto al piano de cola y empezó a tocar una canción que no correspondía según el orden del programa previamente acordado. Cuando nos dimos cuenta del problema, cambiamos la partitura y empezamos a acompañarlo, y, a pesar que el concierto se desarrolló bien hasta el final y el público aplaudió satisfecho, el maestro nos llamó después para reprendernos. La respuesta al regaño fue un silencio tenso y obediente de parte de todos, y, aunque no había sido nuestra culpa, nadie se atrevió a contradecirle. Ordenó como castigo otro ensayo al día siguiente y debido a ello nos faltó tiempo para conocer un poco esa ciudad tan linda que es Bogotá.
En otra ocasión, cuando actuamos en uno de los salones del bello Palacio de Chapultepec de la ciudad de México, el público parecía estar compuesto de funcionarios gubernamentales que no se mostraron muy receptivos, parecían más propensos a hablar entre ellos que a ponerle atención al concierto. A pesar de que no hubo errores, al terminar la presentación, el maestro nos convocó a una reunión. Ya sabíamos que cuando eso pasaba, nunca era para felicitarnos, con toda seguridad era para llamarnos severamente la atención.
Puedo decir con convicción que hasta que no trabajé con el maestro, yo no supe realmente lo que es tener jefe.