Mario Alberto Carrera
Ni siquiera el arte se licita con clara honestidad en nuestro pequeño país que carece en cambio y en grande de casi todo. De lo que sí no está ayuno es de personajes que, salidos de las más apestosas cloacas de la Nación, están siempre a punto para procesar las más descabelladas y bizarras transacciones estatales.
Pero la última ¡sonora que se suscitó!, y que ya no pudo ser gracias al clamor general en contra, es la del mercadeo de un cuadro grande (en tríptico) o de un muralín (según la perspectiva de cada quien) que por la bicoca de Q1 millón 300 mil iba a ser negociado a espaldas de todo el mundo menos al interno del Ministerio de Cultura que, como siempre, se está convirtiendo en un tianguis donde se compran y se venden trompos y capiruchos, asimismo, por miles de miles mientras el pueblo se asfixia por coronavirus o, como toda la vida, agoniza literalmente de hambre si tomamos en cuenta que más de la mitad del mismo se halla en la más completa o relativa pobreza, mientras el Ministerio de Cultura descuida, además, con irresponsabilidad e ignorancia los deberes, atribuciones y obligaciones que les son inherentes como magno ente de la Cultura y el Deporte del país con el himno más “perfecto” del mundo -después de La Marsellesa- según afirma la muchachada que nada sabe de música ni de poesía.
Sobre el Ministerio de Cultura en general he escrito ¡tanto!, a lo largo de mi vida profesional que es luenga y meritoria, que podría fácilmente componer un libro de unas 100 a 200 páginas. Pero no es mi intención en esta oportunidad hacerlo.
Quiero más bien dedicar estas líneas, llenas de canas experienciales, a decir cómo se debe proceder para la correcta y honorable contratación de un servicio que más tarde podría o podrá llegar ser una obra de arte, ya concretada y plasmada, en el supuesto de que es una obra de tal laya y condición.
Para licitar la hechura o construcción una obra de arte (como en este caso) lo que procede es una suerte de concurso por oposición. No se puede licitar la composición de un mural o muralito igual que se licita una finca de aguacates o un edificio de lujo para el Congreso. La obra de arte es intangible. Supuestamente bella aunque sea de índole expresionista esperpéntica. Pero ¡no es imposible!, realizar tal compra-venta en un marco legítimo y objetivo.
Se cita a un concurso por oposición y se convoca a X cantidad de artistas visuales -en este caso- a presentar proyectos sobre la temática de la revoltosa conmemoración de dos siglos de explotación a los pueblos originarios. Los artistas presentan sus ¡proyectos!, y al concurso acuden por ejemplo 10 esquemas en proyección de 2 x 10 m. Un jurado calificador integrado por los más importantes artistas (que no hubieren concursado ni fueren empleados públicos) críticos de arte y literatura, escritores, etc. de la más reconocida trayectoria, califican las obras y deciden cuál es la ganadora aplicando la más estricta objetividad (en el más complicado de los campos de la subjetividad humana: el arte) y premia la obra vencedora cuyos servicios y plasmación serán reconocidos por la suma de Q 1 millón 300 mil.
He catado y elegido a algunos de los artistas nacionales vivos, obviamente, que bien podrían haber participado en el concurso y cuya convocatoria habría tenido como final la concretización legal (desde todo punto de vista) del pequeño mural que no pudo ser por “transa”: Luis Díaz, Manolo Gallardo, Arnoldo Ramírez Amaya, Daniel Hernández Salazar, Luis González Palma, Ramón Ávila, Max Leiva, Moisés barrios, Manuel Corleto, Ernesto Boeche, Marvin Olivares, Edwin Guillermo, Rudy Cotton, Luis Alberto de León y algunos más que por la brevedad del espacio no puedo citar.
Pensaba hablar del muralismo en escultura-relieves y pintura, y remontarme hasta la columna de Trajano en Roma, pasando por David (Jacques Louis) y aterrizando en Diego y nuestro Mérida, pero eso será otro día, con más reposo.