Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Luis Fernández Molina

El “Libro de los Jueces” es parte de los catalogados libros históricos de la Biblia. Narra los acontecimientos de una etapa intermedia, entre Josué, el indomable conquistador y Samuel, el sabio sacerdote. Un puente entre la era de los patriarcas y la de los reyes. Una etapa del desarrollo de Israel o bien parte del plan de Dios para su pueblo elegido. Como usted prefiera. Después de Jueces aparece el “Libro de Samuel” donde aparece el primer rey, Saúl y luego a quien ungió Samuel como sucesor: el rey David. Después vendría Salomón y la sucesión de reyes.

Estos jueces no fueron figuras destacadas. Se registran doce de los cuales apenas se recuerda a Sansón por su descomunal fuerza (salvo con el sexo débil), a Gedeón y la escogencia de los 300 guerreros. Los nombres Otoniel y Jair son comunes en nuestro medio pero pocos sabrán de su original. Llama la atención una mujer como juez: Débora. Pero esa relativa opacidad es parte de su cometido; lo importante no eran las personas sino que la ley. Una Ley que les había dado Moisés y se contenía en la Torah (Pentapeuco para los cristianos). La función de los jueces fue consolidar el respeto irrestricto a esa Ley que a su vez era la voz de Dios.

Toda nación requiere jueces supremos idóneos que consoliden el sistema. En la antigüedad cuando ese poder se sustrajo de los autócratas se trasladó a los consejos de ancianos. Platón propugnó un estado ideal regido por jueces sabios. En la historia de USA hay unos héroes que no destacan mucho. Es que no portaban espadas ni libraron exitosamente grandes batallas. Pero su contribución fue del mismo nivel como los militares y los políticos. En su escondida trinchera esgrimieron el mazo de los juzgadores y contribuyeron tanto como los guerreros. La figura del Juez Marshall debe tener la misma estatura de los Padres Fundadores. Las sentencias de esa Corte Suprema consolidaron el libre comercio entre los nacientes estados así como la prevalencia de los derechos individuales y el acatamiento de los contratos. Tuvo suerte USA de tener a Marshall por 31 años como presidente de la Corte Suprema. Es importante recordar que puede concebirse un estado donde no haya leyes pero nunca jueces. Alguien tiene que decidir y poner fin a las dudas y disputas.

En nuestra Guatemala, relatan los viejos Anales de la Novena Avenida, -de aquellos pergaminos que sobrevivieron al fuego abrazador que quemó desde adentro-, que un luminoso día se reunieron los constituyentes. Como diestros alquimista disertaron alrededor de la piedra filosofal y así encontraron el elíxir perfecto de la convivencia social. Con inusitada iluminación determinaron que el tribunal superior debía estar integrado por ínclitos juristas que destacaran en las diferentes ramas: academia, jueces, litigantes, legisladores y administración pública. ¡Albricias! Muy satisfechos de su ingenio regresaron a los textos La ciudad de Dios, de San Agustín, Utopía de Moro y algunos hasta Harry Potter.

Vibraban todavía los últimos toques la última campana de las doce cuando el hechizo desapareció. La academia se extrañó de contar con una atribución que no había figurado nunca en sus estatutos. Los litigantes se regodearon de disponer de esa avenida directa hacia las altas cortes. El ejecutivo se relamió con ese poder adicional. Los sancarlistas se complacieron de esa nueva extensión para difundir su ideología. Los magistrados de la CSJ fueron conscientes de la nueva herramienta política para negociar su permanencia. Los únicos que no se sorprendieron fueron los diputados; frotaban las manos, satisfechos que haya cuajado tan iluminada idea que toda la población la haya aplaudido. (Continuará).

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