Mario Alberto Carrera
Nos hundimos en caída libérrima en una situación de la más absoluta depravación. En reciente publicación mediática, Guatemala ocupa ¡ahora en 2021!, el lugar 149 (descendiendo tres sitios más) en la Percepción de la Corrupción (IPC) mundial. En los últimos 10 años ha descendido 58 posiciones, referidas a los gobiernos de Colom, Pérez, In-morales y Giammattei, acaso las cuatro administraciones más abyectas de la Historia Patria, en cuanto a pudrición e impunidad. Y período en el que se esfumó a la CICIG y se debilitó al MP de una manera tan acelerada, exprés y cínica que fue precisamente la demostración patente del Estado de pudrición al que cada día más y más se apunta.
Todo en Guatemala apesta a podrido. Los miasmas de la corrupción han penetrado en todos los estamentos. Ni siquiera las Iglesias quedan fuera de tal ocupación mugrosa porque la Casa de Dios es ahora nuevamente posesión de mercaderes impúdicos envueltos en el narcotráfico, en espera de un Cristo que la redima de sus pecados y eche a los comerciantes del templo.
La expulsión divina –con látigo de punición- es insegura. Casi imposible. Guatemala sufre el mal de los males –la virulenta corrupción en crescendo- en medio de la pandemia que cada día es más mortífera y general. Lejos de esperar la expulsión tan ponderada en el Nuevo Testamento (de aquellos que corrompen aun los sitios más sagrados) lo que contemplamos inermes es una mayor descomposición día con día.
El último sainete disoluto y licencioso que estamos presenciando en las tablas del que debiera ser –en última instancia- el máximo tribunal del país (todo un himno elogioso a la podredumbre) es el que representa el cómico de la legua corruptible llamado Mynor Moto Morataya, que nos ofrece una representación que indudablemente marcará un hito en la historia del Derecho y de un Estado sin Derecho desde hace ya mucho. Desde que llegó la “era democrática” dirigida por sinvergüenzas a cargo del Ejecutivo, derivando y evolucionando -sus mandatos- a una especie aparente de “El Estado soy Yo”: autoritarista, arbitrario y anulador (por diversas estrategias y medios) de los otros dos poderes estatales.
Este –el de Mynor Moto Morataya- es uno de los pasos o entremeses que conforman el drama completo de la enfermedad de la patria. Moto es un peón o sirviente a la disposición del organismo total para llegar al fin general: corromper todo el cuerpo del Estado. Trastornar al Legislativo y al Judicial y, desde luego a la CC., con el fin de sintetizar todo el poder en el Ejecutivo ya súper presidencialista, que devendrá autoritario y cesarista aunque sin ser el verdadero César de la República.
El pulso que se sostiene en la Corte de Constitucionalidad es para que ésta sea acomodaticia y complaciente de cara a la corrupción General. Con un Molina Barreto y una Dina Ochoa, el tercero a favor de la pudrición nacional es Moto Morataya. “Y todo es coser y cantar”. El que debe ser en momentos de gran determinación histórica el máximo tribunal del país, cae en manos de tres amorales que pueden rasgar la cartografía guatemalteca como les de su regalada gana.
Tras bambalinas y a pesar de todas sus limitaciones físicas y mentales, el subdirector de la obra se relame los labios. Todo de nuevo está saliendo a la carte, a pedir de boca. Me refiero obviamente a Giammattei.
Pero más detrás -y aunque se quieran hacer imperceptibles en el sainete melancólico- se encuentran los directores de la máxima atelana patria: los directores del CACIF.
Todo apunta hacia la misma diana. La diana de manejar Guatemala como una finca que no amuele ni proteste ni manifieste. Un pacífico corral de muertos donde la paz del camposanto sea el silencio que abrace –complaciente- la historia de un país que pudo ser hermoso como el azul infinito de su cielo.