Mario Alberto Carrera
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De manera latente o de modo explícito hay en la atmósfera de casi todo el globo una especie de malestar en la cultura para parafrasear el título de una famosa obra que Freud escribiera en el ocaso de su vida londinense.
Malestar por el peculiar perfil psiquiátrico (que no psicológico) del aún presidente de EE.UU., de quien somos más bien la cloaca donde se lanzan las heces sin ningún comedimiento como lo hacen -los gringos- desde que los filibusteros llegaran a Nicaragua y, aún más, desde que arribaron las primeras goletas que llevarían bananos (guineos) exóticos a la Nueva Inglaterra desde principios del siglo pasado.
A lo largo de su gestión presidencial la personalidad de Donald –a secas- nos fue alarmando más y más. Al menos a aquellos que tenemos una fuerte tendencia para olfatear cuando algo está o huele a podrido en Dinamarca, como dice Shakespeare en Hamlet. En la cabeza de Donald algo huele a pudrición. A ciertos desórdenes o más bien trastornos por los que el mundo ha tenido que pagar una factura inconmensurable en las áreas de la ecología y de la pandemia negadas por su desenfreno mental.
Donald (el perverso alucinado) acusa el perfil del paranoico narcisista inconfundible. Y algo más: parece descender de la mejor casta del Big Brother de “1984”, novela de George Orwell, que retrata al tirano totalitario, que igual pueden ser Stalin que Bolsonaro o Hitler. Y por eso pongo el ejemplo de “1984”, porque se trata de configurar al autócrata planetario y global. Y no el dictador de finca latinoamericana, determinado en el estereotipo arquetípico pintado por Asturias o Roa Bastos, que son más folk.
Donald (el orate vesánico) es el narcisismo imperial con tupé, casi copete elvispresleyriano. Y corresponde a aquellos tiempos del primer rock, porque, con siete décadas a cuestas como yo, tuvo que haber bailado Tutti frutti all Rootie y demás hierbas del Woodstock.
Donald ha evolucionado -acaso para su bien- pero indudablemente en 2020 para nuestro mal. Es normal que su narcisismo haya derivado ¿y cómo no?, en megalomanía y, esta, en delirio de grandeza. Su padre le dio un milloncete para empezar un negocio y él lo convirtió nada menos que en 4000 millones. Donald es un triunfador (del Capitalismo liberal) con torre y todo en la Quinta Avenida ¡y hasta universidad!, porque como todo el que “piensa bien” capitalistamente, aprendió pronto que hacerse con centros educativos (colegios y universidades) es indispensable si uno se quiere apropiar de la conciencia de los ciudadanos y enseñarles fake news como si fueran verdad.
Además, y por si a usted no le gusta estudiar psiquiatría le cuento que Donald –dado su contexto gringo y por todos los elementos que vengo enumerando en su perfil patológico mental- es asimismo un racista. Un racista (con delirio de grandeza que es paranoia) del mejor cuño hitleriano que rinde culto a la raza aria de la cual desciende sin mácula. Él es todo puro. Nada empaña su blanquísimo color. Nieto de alemanes o suecos, Adolf, heil Hitler, lo hubiera llevado a la pila del bautismo, con toda dignidad y trapío, amadrinado por Margaret Thatcher, si los tiempos aceptaran interpolaciones.
Su racismo narcisista lo condujo a amenazarnos con la construcción de un muro para detener las oleadas de sudacas que, como ha dicho, somos todos mexicanos. Durante su gobierno construiría –dijo- otro en el Norte de Guatemala, no sólo “para contener a los huestes hediondas”, sino para impedir el tráfico de cocaína que es el dolor de narices más insoportable que aguantan los gringos.
Donald es además prepotente y arrogante. Misógino, extrovertido, intolerante, agresivo y fanático: de la extrema derecha populista. Un capitalista salvaje de tiempo completo. Y sigue siendo el líder de 70 millones de estadounidenses que con él a la cabeza, puede seguir destruyendo la democracia y la mismísima Constitución de los Estados Unidos, mediante cornudos vándalos que se sentaron ya bajo la cúpula de la sacratísima rotonda imperial de los ¡engreídos!, Estados Unidos de América.