Por JONATHAN LEMIRE
WASHINGTON
Agencia (AP)
La turba que plantó asedio el miércoles al Capitolio de Estados Unidos era el resultado de las fuerzas destructivas que el presidente, Donald Trump, lleva avivando desde hace años, y que culminaron con la interrupción de una formalidad democrática que habría acabado con su campaña anticonstitucional para mantenerse en el poder.
Las escenas de la jornada, con gente sobrepasando barricadas policiales, rompiendo ventanas y ocupando asiento de poder, eran imágenes que los estadounidenses estaban acostumbrados a ver en tierras lejanas con regímenes autoritarios.
Pero la violencia, que incluyó disparos en el Capitolio, una persona muerta y la ocupación armada del salón de plenos del Senado, nació de un hombre que juró proteger las mismas tradiciones democráticas que los alborotadores intentaban deshacer en su nombre.
Los agresores decidieron asaltar el Capitolio, un edificio simbólico como ciudadela de la democracia, e hicieron rememorar el dolor y la violencia de la era de la Guerra Civil. Sólo que en esta ocasión estaban alentados por un presidente que se niega a cumplir el fundamento del traspaso pacífico del poder.
«Esto ha sido un intento de golpe de estado incitado por el presidente de los Estados Unidos», dijo el historiador presidencial Michael Beschloss. «Estamos en un momento sin precedentes, en el que un presidente está dispuesto a conspirar con turbas para derribar a su propio gobierno. Esto va completamente en contra de la idea de la democracia que ha representado este país durante dos décadas».
La certificación de los votos del Colegio Electoral, que formaliza la victoria del presidente electo, Joe Biden, es una ceremonia consagrada en la constitución y normalmente diseñada como demostración de fuerza de la democracia estadounidense. En esta ocasión, el proceso se vio interrumpido horas después de una incendiaria llamada a la acción de Trump durante un discurso a sus seguidores, a los que pidió que «combatan» el «robo» de las elecciones y marcharan al Capitolio.
«Después de esto, vamos a caminar -y yo estaré con ustedes- vamos a caminar, a caminar al Capitolio», dijo Trump. «Y vamos a vitorear a nuestros valientes senadores y congresistas, y probablemente no vamos a vitorear tanto a algunos de ellos».
El discurso de Trump en los últimos días de su presidencia fue un mensaje marcado por la ira, que alentó a los que lo interpretaron como una llamada a la insurrección. Los alborotadores sobrepasaron y superaron a las fueras de seguridad del Capitolio, rompiendo ventanas, robando objetos de recuerdo y burlándose de la institución con fotos que les mostraban en puestos de poder.
Uno de los participantes en la turba se hizo con el escaño de la presidenta de la Cámara de Representantes, Nanci Pelosi, y otro con su oficina. Una marea de gorras rojas de «Make America Grate Again» (el lema de Trump «Hagamos a Estados Unidos grande de nuevo») inundó el Salón Nacional de las Estatuas, una zona del complejo conocida para los turistas. Un hombre ondeó una bandera confederada en el mismo lugar donde se celebraron los velorios de Abraham Lincoln y, apenas el año pasado, del congresista y líder de los derechos civiles John Lewis. Cerca de la fachada oeste del Capitolio se fotografió un nudo de horca.
Y el escenario de investidura, donde Biden pondrá la mano sobre una Biblia dentro de dos semanas, fue utilizada por la policía del Capitolio para rociar aerosol de pimienta sobre la violenta multitud.
Pocos escaparon de la indignación de Trump, ni siquiera su subalterno más leal, el vicepresidente, Mike Pence, que por una vez dijo que no podía cumplir los deseos del presidente de revocar el conteo electoral porque no tenía autoridad legal para hacerlo.
En su mitin, Trump dijo que estaría «muy decepcionado» con su vicepresidente, que poco después tuvo que ser evacuado por el Servicio Secreto cuando la masa de gente sobrepasó las barrera del Capitolio.
Pero las bases de la violencia se habían sentado mucho antes del mitin, donde el abogado personal del presidente, Rudy Giuliani, pidió un «juicio por combate» para resolver las acusaciones de fraude electoral.
Trump, que hace tiempo que eludía comprometerse a un traspaso pacífico de poder, pasó la mayor parte de 2020 declarando que las elecciones estaban «amañadas» y haciendo acusaciones sin base de un fraude electoral generalizado que, según numerosas cortes federales y su exsecretario de Justicia, no existía.
El presidente contó con el apoyo de decenas de miembros de su partido republicano, que dijeron estar dispuestos a oponerse a certificar el conteo electoral, una maniobra que sabían que demoraría pero no cambiaría el resultado.
Incluso cuando quedó claro que había perdido las elecciones, Trump se negó a admitir la realidad, e insistió en reiteradas ocasiones en que había ganado por goleada. Perdió ante Biden por 7 millones de votos.
Pero sus partidarios estaban más que dispuestos a aceptar sus esfuerzos por revertir el veredicto de los votantes.
Hace apenas unas semanas, tuiteó: «Gran protesta en D.C. el 6 de enero. ¡Vayan, sean salvajes!», e incluso cuando había comenzado el asedio y miembros de su propio partido -incluidos algunos atrapados y escondidos en el Capitolio- le suplicaron que condenara con contundencia el acto de terrorismo interno, Trump se negó.
Pasó la mayor parte de la tarde en su comedor privado junto a la Oficina Oval, viendo la violencia en Washington desde un gran televisor en la pared, aunque centraba la mayor parte de su atención en la deslealtad de Pence.
A regañadientes, grabó un video en el que pidió «paz» y dijo a los alborotadores que «vayan a casa», aunque planteó su petición entre nuevas acusaciones falsas de fraude electoral y dijo a los insurrectos «Os queremos. Sois muy especiales».
En lugar de criticar directamente a la turba, tuiteó una disculpa en su nombre. «Estas son las cosas y los sucesos que ocurren cuando a grandes patriotas que han recibido un trato malo e injusto durante tanto tiempo se les arrebata una abrumadora victoria electoral sagrada de forma tan maligna y brusca». Y les instó a «recordar» el día, indicando que en el futuro se recordaría como una celebración en lugar de un disturbio.
Twitter eliminó el tuit más tarde.
Sus palabras marcaron un gran contraste con las del hombre que le derrotó y de uno de sus predecesores en el cargo.
«En el mejor de los casos, las palabras de un presidente pueden inspirar. En el peor, pueden incitar», dijo Biden en un mensaje a la nación desde Delaware. «La tarea del momento, y la tarea de los próximos cuatro años, debe ser la restauración de la democracia y la recuperación del respeto al estado de derecho, y la renovación de una política que se ocupa de resolver problemas, no de avivar las llamas del odio y el caos». Biden imploró a Trump que «dé un paso al frente». El mandatario no lo hizo.
George W. Bush, el presidente republicano más reciente, declaró que «La insurrección podría causar un grave daño a nuestra nación y a nuestra reputación».
«El violento ataque al Capitolio -y la interrupción de un pleno del Congreso requerido por la Constitución- fue obra de personas cuyas pasiones se vieron inflamadas por falsedades y falsas esperanzas», dijo Bush.
Trump ha tardado en condenar el extremismo violento, se ha negado a condenar a supremacistas blancos, vitoreó a manifestantes armados que acudieron la pasada primavera al capitolio estatal de Michigan y dijo al grupo de ultraderecha Proud Boys que «Retírense y esperen».
El Capitolio de Estados Unidos sufrió una intrusión en 1814, cuando los británicos lo atacaron y le prendieron fuego durante la guerra de 1812, según la Sociedad Histórica del Capitolio de Estados Unidos. Y el momento de división interna, avivada por el presidente, «no puede más que recordar a la Guerra Civil», indicó el historiador presidencial Julian Zelizer.
«Esto es un ataque al gobierno», dijo Zelizer, que enseña en la Universidad de Princeton. «El presidente ha avivado las divisiones y pedido esta protesta, pedido este caos. Nunca antes habíamos visto esto».