Eduardo Blandón
El año que termina ha sido cuanto menos irregular. No estábamos acostumbrados a las circunstancias en que estuvimos envueltos. Eso provocó quizá en la mayoría, desasosiego y estrés. Los pocos estoicos soportaron las privaciones por carácter, capacidad de adaptación y hasta por resignación. Posiblemente los más exitosos hayan sido los que ya vivían de manera frugal o reducidos a una vida poco convencional.
Lo primero, según recuerdo, fue la negación. “No es más que una gripe”, nos decíamos algunos. “La ciencia nos salvará”, juraban los optimistas. Otros, entre tantas opiniones, inflamados de fe, nos tranquilizaban con aquello de “Dios tiene el control de nuestras vidas”. Ni mis amigos pesimistas hicieron bien los cálculos, un colega conspirativo me decía que no duraría la pandemia más allá de agosto.
Creo que la mayoría fuimos sorprendidos por el COVID-19. Muchos todavía están desesperados (y no es para menos). Hay quienes perdieron su trabajo, fracasaron en los negocios o no salen de la locura del encierro. En los países desarrollados hay estudios sobre la incidencia en la salud mental provocada por la enfermedad. ¡Nos estamos volviendo locos! O si no, estamos peor.
Uno de los déficit más significativos ha sido en materia de educación. Los chicos, mediante las clases a distancia, no alcanzan suficientemente las competencias. Y no solo eso, algunos objetivos llamados “transversales” (profundizar en el sentido y valor del amor y de la amistad, el autoconocimiento, el desarrollo de la propia afectividad y el equilibrio emocional), han quedado reducidos o ausentes, según los parámetros normalmente establecidos. Eso es preocupante.
Quizá ahora no se haga sentir, pero con el tiempo lo notaremos. Lo peor está por venir, sin embargo, si seguimos con la tónica del año que termina. Por ello, Europa, para poner un ejemplo, se plantea con seriedad la vuelta a las escuelas, reconocen el daño de la práctica actual y las condiciones perversas generadas a futuro. En esto no tienen responsabilidad los profesores ni el sistema como tal, sino el contexto pandémico que ha obligado a los Estados a la preservación de la vida como opción fundamental.
Otro elemento de gravedad ha sido la debacle económica. El desempleo es solo una de las manifestaciones que profundiza las desigualdades sociales. Pero hay un rosario de problemas en esta esfera, el hambre, la deserción escolar y la falta de oportunidades en general que nos condenan económicamente, en primer lugar, y a la postre, moral y hasta culturalmente. Recordemos la importancia del crecimiento de la riqueza en el desarrollo humano.
En resumen, ha sido un año particular. Con el advenimiento del 2021, sin embargo, auguramos mejores acontecimientos. Y hay razones para el optimismo. Alimentemos el espíritu con buena actitud, saquemos fuerza de la flaqueza e impongámonos la disciplina que propague la esperanza. Que lo nuestro sea el sano positivismo que ayude a superar las penas. Eso nos hará bien a todos. Hasta el próximo año.