Alfonso Mata
De pronto el estómago me pidió alimento y mi cuerpo guarnecerme del inclemente mediodía día y después que hube caminado por la aldea, me dirigí al comedor, en donde apenas había cuatro mesitas y en una de ellas, mas encorvado que sentado, un anciano apuraba un plato de frijoles, un muñeco de tortillas y un vaso más de agua azucarada que de limonada.
– ¡Buenos días señor! puedo sentarme
-Adelante no hay nadie que le impida – me dijo, mientras se llevaba la boca una cucharada de caldo de frijoles
– ¿Sabrosos no?
-¡Qué va! grande es el poder de Dios: comer un tiempo es bendición dos o tres un milagro. Al final de la comida, al anciano degustaba su taza de café de maíz.
– Malos tiempos vivimos – le dejé ir de aperitivo, a fin de entablar conversación
El viejo me miró y sin inmutarse, sin cólera o extrañeza me señaló:
– Que nos importa a nosotros de por aquí la política, presidente o diputados, poquísimo los alcaldes. Que nos importa lo que hacen o deshacen, roban, gozano malgastan. Nos preocupa la lluvia, la cosecha, los fertilizantes nuestra casa y nuestros hijos. La comida, ya se lo dije, Dios nos la obsequia y pare ahí.
– Ustedes deberían de levantar espíritu para más- le respondí para azuzarle
El viejo de nuevo me miró. Esta vez no interrogándome sino sentido, y bajando la vista hablo así:
– Compadezco al que le toca sufrir las consecuencias, al capitalino, pero no merece nadie desgraciarse por otro ni obligársele a ello, allá a él. Al que obra mal, también allá él. Al que lo soporta ¡que bruto!. El vigor de unos y de otros, acaba en matanzas y pleitos. Pero a los meros meros eso no los toca y ¿sabe por qué? porque sólo a Dios le es castigar ese clamor vano entre los hombres. A nosotros por acá el poco vigor que tenemos, lo compartimos sólo con la tierra, lo demás son tonterías y necedades. Trabajar y reposar es lo que se nos ordenó, no pelear arrebatar y codiciar; esos son vicios malos que el Maligno impone a voluntad al hombre débil y contra el maligno sólo Dios. Yo a la única que gritó esa a la tierra y las lluvias, a mi gente y mis animales. A diario el maligno nos tienta y el que a ello sucumbe, tendrá vejez de dolor y desesperación ante la muerte.
Un zumbido de abejas llegó a terminar nuestra conversación. El anciano tomó su sombrero y se lo colocó en la cabeza, se apoyó en su bordón y se alejó.
– Adiós señor – alcance a decirle
– ¡Dios le bendiga! me respondió y se perdió en el lejano campo y entre las hierbas.