Juan José Narciso Chúa
Escritor y columnista

Los recuerdos son agradables bálsamos del alma, contar con memorias de hechos y momentos inolvidables significa reconocer un pasado lleno de luz, de correrías imperdibles en el tiempo, travesuras inobjetables de vivencias que marcaron para siempre nuestra vida.

La Cuba de la que señalo como título del artículo, no tiene nada que ver con esa bella isla del Caribe, pero igual las coincidencias de la vida se confabulan para hacer de la vida, ese espacio de tiempo lleno de momentos y anécdotas.

Con Sergio Mejía, mi gran compañero, amigo y hermano, hasta hoy, no olvidamos aquellos momentos que fueron parte de nuestra vida de adolescentes, jóvenes que deambulábamos de un lado al otro por las calles del Centro Histórico, cuando éramos estudiantes del glorioso Instituto Nacional Central para Varones. Mi fiel compañero de correrías inolvidables.

Ambos teníamos novia en el Instituto Belén, por ello las visitas a este centro educativo eran un recorrido diario. Las dos damas de quienes hablo eran compañeras de aula en Belén y el aula en donde estudiaban llevaba el nombre de Cuba precisamente.

Un día, no se me olvida, era el día del cariño y ambos compramos un regalo sencillo a las patojas, con los pocos centavos que nos sobraban, pero, en fin, era un regalo. Satisfechos con nuestra compra nos fuimos para Belén, sabiendo que el regalo sería un aporte romántico a esas noveles relaciones entre jóvenes.

Ese día, pasó algo en el Instituto Central, que nos dejó fuera de clases temprano por la mañana, por lo que se nos presentó la oportunidad de contar con tiempo suficiente para hacer las compras de los regalitos para las dulcineas.

Efectivamente, llegamos a Belén como a las 11 de la mañana, pero las patojas salían hasta la una de la tarde, por lo tanto, no había posibilidad más que esperar, pero desesperados por ver a las novias, pero principalmente por hacerles entrega solemne de nuestros presentes, así como de ver la expresión de sus rostros, buscamos otras alternativas.

Las ventanas del aula Cuba, quedaban a unos dos y medio o tres metros de altura, sobre la 12 calle, entonces a Sergio se le ocurrió la idea que nos subiéramos en los hombros uno del otro y así entregábamos los regalos, así como podríamos ver de cerca a las dulcineas. La idea me pareció genial, principalmente en aquellos años en donde los obstáculos no existen y las excusas no tienen cabida.

Sergio me dijo que él me cargaba primero a mí y luego yo a él, así quedamos. Haciendo uso de las “culas” respectivas -así llamábamos en aquellos años esa acción de ayudarse a subir a cualquier lugar-, conseguí subir a los hombros de Sergio, me agarré de la cornisa de la ventana que ya conocíamos y asomé la cabeza. Toda el aula por casualidad se encontraba sin profesor, por lo tanto, la algarabía de todas la patojas fue inmediata (debo hacer un paréntesis para indicar que mi querida prima Maritza Mancía de Lewald), era alumna de la isla, también y fue testigo de todo ello).

Por supuesto, las dulcineas fueron el centro de atención por sus compañeros e inmediatamente mi novia se acercó a la ventana y con toda la inestabilidad que conlleva estar parado sobre los hombros de otra persona, en este caso de Sergio, pude levantar el regalo, entregarlo y recibir a cambio el mío. Pero no bastaba con la mutua entrega, debía haber “cariñitos”, “arrumacos”, “palabras de amor”, por lo que me tardé un poco más de lo pactado y me aproveché de la capacidad física de Sergio.

Pero justo en ese momento, empecé a sentir unos golpes a las alturas de mi tobillo, el primero fue fuerte, pero seguí embelesado allá arriba, luego vino un segundo, siguió un tercero y entonces, entre molesto y consciente le digo: espéreme, espéreme un cachito más, pero vino un cuarto golpe y un quinto, entonces si bajé la mirada y me topé de cara con el verdadero sentido e insistencia de los golpes, ¡!!!mi papá estaba a la par de Sergio observando toda la escena!!!!!.

Ah, las travesuras de la vida y la inconmensurabilidad de la memoria para recordarlas y compartirlas.

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