Víctor Ferrigno F.
Gracias a las burdas maniobras del pacto de corruptos, ya transcurrió un año sin que el Congreso de la República elija a los magistrados de Sala y de la Corte Suprema de Justicia (CSJ), protagonizando un Golpe de Estado técnico, y un secuestro de la administración de Justicia, sumiendo al país en una de sus peores crisis institucionales.
Un factor determinante para consumar esta ruptura del orden constitucional ha sido la falta de respuesta ciudadana. El miedo a la pandemia, la crisis económica, y las medidas de sana distancia, se convirtieron en distanciamiento e inmovilidad social, situación que ha sido aprovechada por los empresarios venales, los políticos corruptos y los militares genocidas para construir su reino de impunidad que, tarde o temprano, volará en mil pedazos, como ha ocurrido históricamente con todas las formas de latrocinio que en el mundo han sido.
En los procesos de transición a la democracia, los Estados latinoamericanos han experimentado importantes cambios en los organismos Ejecutivo y Legislativo. Sin embargo la transformación e independencia de los Organismos Judiciales ha sido lenta y tortuosa, en parte porque la ciudadanía no ha encontrado mecanismos lícitos de presión política, que no afecten la independencia judicial.
La Sociedad Civil, en términos generales, considera que la aplicación de Justicia es un asunto técnico, exclusivo de abogados y jueces, no le reconoce el alto contenido político que entraña, ni comprende la íntima relación que tiene con los procesos de transformación del Estado.
La represión generalizada que impusieron los gobiernos de facto se manifiesta, hoy día, en una escasa capacidad ciudadana para participar en la definición y fiscalización de la política pública, máxime si esta se refiere al tema Justicia.
Pocos países cuentan con una política de Estado contra el crimen, y casi ninguno ha considerado la opinión ciudadana para emitirla. La organización criminal, sea política o común, encarna un poder paralelo al del Estado y constituye la principal amenaza para consolidar la institucionalidad democrática. Por ello se ejercen enormes presiones –económicas, políticas y militares- para frenar procesos de reforma judicial que permitan la plena vigencia de la ley, en el marco de auténticos regímenes de Derecho, que posibiliten el combate de la impunidad, la corrupción y la delincuencia.
Por mandato de los Acuerdos de Paz, el Estado constituyó la Comisión de Fortalecimiento de la Justicia, la cual estudió, diagnosticó y propuso soluciones viables a los principales problemas del Sistema Judicial, contenidos en el documento “Una Nueva Justicia para la Paz”, publicado desde 1998, cuyas principales recomendaciones siguen siendo una asignatura pendiente.
Ese es el telón de fondo del drama que representa la ineficiencia de la Justicia en Guatemala, provocando inseguridad ciudadana, impunidad y violencia. Por ello se consideró que era necesario el apoyo de Naciones Unidas para derrotar a los poderes fácticos que, antes y ahora, impiden la consolidación de un auténtico Estado de Derecho y, a solicitud de Guatemala, se constituyó la CICIG, la cual logró correr el velo de la corrupción y de la impunidad, pero no alcanzó a derrotarla. Hizo falta tiempo y mayor respaldo social.
En el marco de una pandemia que aún no termina de imponer sus efectos más nocivos, tanto en materia sanitaria como económica, la oligarquía venal y sus aliados criminales cavan la fosa de nuestra enclenque república, secuestrando a la Justicia para sustituirla por un chapucero Estado de facto, donde las contradicciones sociales volverán a dirimirse violentamente, con su cauda de sufrimiento y sangre, y donde los que más tienen son quienes más perderán.