José Ortega y Gasset
De pronto aparece la gente (*)
Y ahora nos preguntamos: ¿hemos agotado con estas grandes categorías -el mundo original, el mundo vegetal, el mundo animal, el mundo humano interindividual -el contenido de las circunstancias? ¿No tropezamos con ninguna otra realidad irreductible a esas grandes clases, incluso y muy especialmente a lo interindividual? Si fuera así, resultaría que «lo social», la
«sociedad» no sería una realidad peculiar y en rigor no habría sociedad.
Pero, veamos. Cuando salimos a la calle, si queremos cruzar de una acera a otra, por lugar que no sea en las esquinas, el guardia de la circulación nos impide el paso. Esta acción, este hecho, este fenómeno, ¿a qué clase pertenece?
Evidentemente, no es un hecho físico. El guardia no nos impide el paso como la roca que intercepta nuestro camino. Es la suya una acción humana, mas, por otra parte, se diferencia sobremanera de la acción con que un amigo nos toma por el brazo y nos lleva aun aparte de intimidad. Este hacer de nuestro amigo no sólo es ejecutado por él, sino que nace en él. Se le ha ocurrido a él por tales y tales razones que él ve claras, es responsable de él; y, además, lo refiere a mi individualidad, al amigo inconfundible que le soy.
Y nos preguntamos: ¿quién es el sujeto de esa acción humana que llamamos «prohibir», mandar legalmente? ¿Quién nos prohíbe? ¿Quién nos manda? No es el hombre guardia, ni el hombre alcalde, ni el hombre J eje del Estado el sujeto de ese hacer que es prohibir, que es mandar. Quien prohíbe y quien manda -decimos- es el Estado. Si prohibir y mandar son acciones humanas (y lo son evidentemente, puesto que no son movimientos físicos, ni reflejos o tropismos zoológicos), si prohibir y mandar son acciones humanas, provendrán de alguien, de un sujeto determinado, de un hombre. ¿Es el Estado un hombre? Evidentemente, no. y Luis XIV padeció una ilusión grave cuando creyó que el Estado era él, tan grave que le costó la cabeza a su nieto. Nunca, ni en el caso de la más extrema autocracia, ha sido un hombre el Estado. Será aquél, a lo sumo, el hombre que ejerce una determinada función del Estado.
Pero entonces, ¿quién es ese Estado que me manda y me impide pasar de acera a acera?
Si hacemos esta pregunta a alguien, se verá cómo ese alguien comienza por abrir los brazos en ademán nata- torio -que es el que solemos usar cuando vamos a decir algo muy vago-, y dirá: «El Estado es todo, la sociedad, la colectividad.»
Contentémonos por ahora con esto, y prosigamos: si alguno hubiera tenido esta tarde el humor de salir por las calles de su ciudad vestido con yelmo, lanza y cota de malla, lo más probable es que durmiera esta noche en un manicomio o en la Comisaría de Policía. ¿Por qué? Porque no es uso, no es costumbre. En cambio, si hace lo mismo un día de Carnaval, es posible que le concedan el primer premio de máscaras a pie. ¿Por qué? Porque es uso, porque es costumbre disfrazarse en esas fiestas. De modo que una acción tan humana como es el vestirse, no la hacemos por propia inspiración. sino que nos vestimos de una manera y no de otra simplemente porque se usa. Ahora bien, lo usual, lo acostumbrado, lo hacemos porque se hace. Pero ¿quién hace lo que se hace? ¡Ah! Pues la gente. Bien, pero ¿quién es la gente?
¡Ah! Pues todos, nadie determinado. Y esto nos lleva a reparar que una enorme porción de nuestras vidas se compone de cosas que hacemos no por gusto, ni inspiración, ni cuenta propios, sino simplemente porque las hace la gente, y como el Estado antes, la gente ahora nos fuerza a acciones humanas que provienen de ella y no de nosotros.
Pero más todavía: nos comportamos en nuestra vida orientándonos en los pensamientos que tenemos sobre lo que las cosas son. Mas si hacemos balance de esas ideas u opiniones con las cuales y desde las cuales vivimos, hallamos con sorpresa que muchas de ellas -acaso la mayoría- no las hemos pensado nunca por nuestra cuenta, con plena y responsable evidencia de su verdad, sino que las pensamos porque las hemos oído y las decimos porque se dicen. He aquí ese extraño impersonal, el se, que aparece ahora instalado dentro de nosotros, formando parte de nosotros, pensado él ideas que nosotros simplemente pronunciamos.
Y entonces, ¿quién dice lo que se dice? Sin duda, cada uno de nosotros, pero decimos (do que decimos» como el guardia nos impide el paso; lo decimos no por cuenta propia, sino por cuenta de ese sujeto imposible de capturar, indeterminado e irresponsable, que es la gente, la sociedad, la colectividad. En la medida que yo pienso y hablo, no por propia e individual evidencia, sino repitiendo esto que se dice y que se opina, mi vida deja de ser mía, dejo de ser el personaje individualísimo que soy, y actúo por cuenta de la sociedad: soy un autómata social, estoy socializado.
Pero ¿en qué sentido esa vida colectiva es vida humana? Se ha querido místicamente, desde fines del siglo XVIII, suponer que hay una conciencia o espíritu social, un alma colectiva, lo que, por ejemplo, los románticos alemanes llamaban Volksgeist o espíritu nacional. Por cierto, no se ha subrayado debidamente cómo ese concepto alemán del espíritu nacional no es sino el heredero de la idea que lanzó sugestivamente Voltaire en su genial obra titulada: Essai sur l’histoire générale et sur les moeurs et l’esprit des nations. El Volksgeist es el espíritu de la nación. Pero eso del alma colectiva, de la conciencia social es arbitrario misticismo. No hay, tal alma colectiva, si por alma se entiende, y aquí no puede entenderse otra cosa, sino algo que es capaz de ser sujeto responsable de sus actos, algo que hace lo que hace porque tiene para él claro sentido. ¡Ah! ¿Entonces será lo característico de la gente, de la sociedad, de la colectividad, precisamente que son desalmadas?
Al alma colectiva, Volksgeist o «espíritu nacional», a la conciencia social, han sido atribuidas las calidades más elevadas y miríficas, en alguna ocasión incluso las divinas. Para Durkheim, la sociedad es verdadero Dios. En el católico De Bonald -inventor efectivo del pensamiento colectivista-, en el protestante Hegel, en el materialista Carlos Marx, esa alma colectiva aparece como algo infinitamente superior, infinitamente más humano que el hombre. Por ejemplo, más sabio. y he aquí que nuestro análisis, sin haberlo buscado ni premeditado, sin precedentes formales -al menos que yo sepa- en los pensadores, nos deja entre las manos algo desazonador y hasta terrible, a saber: que la colectividad es, sí, algo humano; pero es lo humano sin el hombre, lo humano sin espíritu, lo humano sin alma, lo humano deshumanizado.
He aquí, pues, acciones humanas nuestras a las que faltan los caracteres primordiales de lo humano, que no tienen un sujeto determinado, creador y responsable de ellas, para el cual ellas tienen sentido. Es, pues, una acción humana; pero irracional, sin espíritu, sin alma, en la cual actúo como el gramófono a quien se impone un disco que él no entiende, como el astro rueda ciego por su órbita, como el átomo vibra, como la planta germina, como el ave nidifica. He aquí un hacer humano irracional y desalmado. ¡Extraña realidad, esa que ahora surge ante nosotros! ¡Que parece como si fuera algo humano, pero deshumanizado, mecanizado, materializado!
¿Será, entonces, la sociedad una realidad peculiar intermedia entre el hombre y la naturaleza, ni lo uno ni lo otro, pero un poco lo uno y un mucho lo otro? ¿Será la sociedad una cuasinaturaleza y como ella, algo ciego, mecánico, sonámbulo, irracional, brutal, desalmado, lo contrario del espíritu y, sin embargo, precisamente por eso, útil y necesaria para el hombre?
¿Pero ello mismo -10 social, la sociedad-, no hombre ni hombres, será algo así como naturaleza, como materia, como mundo? ¿Resultará, a la postre, que viene, por fin, a tener formal sentido el nombre que desde siempre se le ha dado informalmente de «Mundo» social?
(*) Tomado de su libro, “El hombre y la gente”.