Mario Alberto Carrera
Aprendiz de pensador.
No tiene sentido iniciar un proceso ni, menos, presentarlo ante un tribunal sin apelaciones. Y es más, ante un juez sordo, mudo y ciego. Es decir, imaginario. Fue aquella querella o proceso de Kafka una causa donde no debería haber odio derivado de la sentencia. La sentencia es copia del juez: sorda, muda, ciega y sin apelación. Es la condición humana.
Si mi soledad es imponderable y el desamor que me rodea es tan amplio y denso como uno de los nueve círculos del Infierno, no hay sala del crimen donde encausarlo. Aquí todo queda impune. Venimos con ese perfil sólo que ya lo hemos olvidado. Podría ser peor y lo es para muchos que se refocilan en el odio y la soledad y se hunden en la miseria y la enfermedad físicas.
No voy pues a reinventarte, no voy a escribir de nuevo la novela, el mito o la parábola celeste y consoladora. Como el “Viento negro” de Brañas también esto pasará o llegará a término mi vida. Ninguno de los dos hechos, por otra parte, tienen importancia. ¿Cuántas montañas de soledad podríamos erigir con las soledades de los que han vivido ya y se han marchado –algunos aliviados y otros desesperados- en el momento de su muerte?
Porque esto es lo más paradojal. Si el proceso es así –como el de Kafka- si toda vida es un proceso desalentador y desesperanzado, la muerte –toda muerte- debiera ser no sólo un descanso, sino el más inmenso alivio. Y sin embargo, tomamos la muerte como otro mal.
La muerte debería ser nuestro único Dios. Lo era para los aztecas y también para los toltecas de nuestro “Popol-vuh”. La muerte: el dios redentor, el dios piadoso en cuyo seno nos volvemos Todo y Nada y cauterizador silencio. Nuestra muerte, insisto, debería ser nuestro único dios, un dios inmenso, profundo, hundido como los siguanes de Xibalbá, sin fondo como el origen de la casualidad, eterno como el caos sonriente del que procedemos. Y sin embargo le tememos, la rehuimos y postergamos –cada vez que presentimos- su visita.
Dejaré de ser un aprendiz de aprendiz cuando sienta que ya no queda en mí ni un ápice de deseos de reinventarte. Cuando no quede en mí arrepentimiento alguno por haber destruido algo del presente. Cuando me anime a decirte (como dentro de un ritual infantil y lúdico) ven, estoy listo, creo que éste es un proceso sin esperanza. Creo que Kafka no tenía pesadillas sino que veía con una luminosidad sin límites porque era un vidente, un profeta sin amenazas, un amador de la muerte que es la vida eterna pero sin Gloria cristiana. Porque qué tortura volvernos todos a encontrar para seguir zahiriéndonos, torturando, lesionándonos con el desamor.
¡No iré al proceso! No hay querella. No tengo quejas. Me sé de memoria lo que ocurrirá en la sala del crimen. Me lleno de resignación hasta donde puedo alcanzar esa virtud, porque aún no consigo ese fruto oriental y silente: La resignación que solamente retoña cuando se aprende a renunciar a todo deseo. ¡Al deseo!, que es lo más difícil. El proceso kafkiano es de fuego porque aún deseo. Deseo la compañía, el calor de los otros y sobre todo la perfección de los otros que son ciertamente muy contados.
Renunció al proceso porque toda causa humana está de antemano perdida. La ley está escrita para que el más fuerte gane los casos. Pero no puedo, aunque lo desee tanto, renunciar al deseo. El deseo es vida. Las plantas se desean y las aves no descansan en su afán multiplicador.
Pero, ¿y si el proceso consiste en renunciar al deseo? Tal vez el deseo ya ha muerto cuando uno camina dócilmente hacia el proceso.